MAURO COLAGRECO · EL CONQUISTADOR

El chef nacido en La Plata cierra un 2018 brillante: Mirazur, su restaurante de la Costa Azul, no sólo revalidó sus dos estrellas Michelin sino que logró el tercer puesto en la lista The World’s 50 Best Restaurants. Aquí cuenta cómo es la experiencia de comer en el mejor restó de Francia.


[dropcap size=big]"T[/dropcap]e sentás. Viene el maître, te da una carta con tres menús de diferentes precios y diferente cantidad de pasos. Maridados o no. Te preguntamos por restricciones alimentarias y si hay algún producto que te gustaría probar. Ahí se construye el menú. Ahí te armamos la experiencia.” Mauro Colagreco relata con simpleza y amabilidad algo que todo sibarita querría vivir: el servicio en un dos estrellas Michelin, que, además, es tercero en la lista The World’s 50 Best Restaurants. Ese lugar es Mirazur, el restaurante que este platense de 42 años –nada más y nada menos que el mejor chef de Francia– lleva adelante desde hace doce años en Menton, un pueblito de la Costa Azul muy cercano a la frontera con Italia.

Colagreco estuvo hace unos meses en la Argentina como jurado del concurso Prix de Baron B - Édition Cuisine, una iniciativa de la marca de espumantes que destaca los mejores proyectos gastronómicos integrales de la Argentina y que finalmente ganó la chef Patricia Courtois por su trabajo en la hostería Rincón del Socorro de Esteros del Iberá. Allí, en un alto de la tarea de selección y deliberación, habló con El Planeta Urbano.

–¿Cómo se lleva adelante un restaurante tan premiado?

–Un restaurante es como un árbol: vos solamente ves la copa, pero la raíz es aún más grande. Y eso que no se ve es lo que genera trabajo, turismo, educación, cultura. Un proyecto de restaurante incluye diferentes profesiones. Mirazur es eso. Trabajamos con unos 40 productores locales. Gente que hace leche, que hace quesos, pescadores de Francia e Italia; usamos verduras hechas por la abuelita que tiene su huerta y baja con una canasta. Eso localmente, después tenés antropólogos, jardineros, artistas, grafistas, escritores.

“Un restaurante es como un árbol: vos solamente ves la copa, pero la raíz es aún más grande. Y eso que no se ve es lo que genera trabajo, turismo, educación, cultura.”

–¿Así se arma la experiencia de la que hablabas al principio?

–Claro. Todas esas cosas la acompañan, hacen entender mejor el mensaje. Es mucho más complejo de lo que la gente cree. Imaginate que hoy por hoy nosotros casi elegimos a nuestros clientes. Tenemos lista de espera y antes de otorgar la mesa averiguamos quién es esa persona que va a venir. No es un criterio de selección, es para saber quién viene a nuestra casa y cómo recibirlo lo mejor posible. Hay un trabajo atrás que es lindo de contar. Son 45 puestos y tenemos un empleado por comensal.

–¿Y cómo se mantiene el estatus?

–Cuesta muchísimo trabajo. Al principio pensaba que era una cuestión de encontrar los equipos y que a partir de eso caminaría solo. Y no. A ese ritmo tenés que estar todo el tiempo, dar el ejemplo. Nosotros en doce años logramos reunir una clientela constante y fiel en un lugar que finalmente es de temporada. No estamos en París, estamos en La Provence, en la Costa Azul, que es un lugar de turismo muy grande pero tiene sus picos. Y así y todo logramos una estabilidad increíble.

–¿Cuánto cuesta comer en Mirazur?

–Hoy el ticket promedio está en 220/230 euros. Pero te aseguro que ahí, en la Costa Azul, somos baratos. Igual es un prejuicio creer que sólo puede ser caro un restaurante premiado: cuando logramos la primera estrella Michelin teníamos un menú de 29 euros.

“El concepto principal de Mirazur está en no perder el instante de un producto, su momento pleno, por el hecho de no tener una receta.”

–¿Cómo definirías el concepto del restaurante?

–Mirazur es superespecial porque no tenemos carta. El concepto principal está en no perder el instante de un producto, su momento pleno, por el hecho de no tener una receta. Y tenemos que ser lo suficientemente creativos para hacerlo. En realidad la nuestra es una cocina simple, sencilla, más emotiva que técnica. Es como exponerse cada día a la creación en un lugar donde yo me instalé y no conocía a nadie.

–¿Cómo fue esa llegada?

–¡Una locura! Llegué sin saber qué comían, qué productos había. Eso, que fue tan difícil al principio, con los años nos dio una libertad total de creación y una visión diferente de la expresión de un territorio que ya había sido plasmada por cocineros de enorme talento. Aporté una mirada virgen. Y eso ha marcado la diferencia.

–No menos complicado habrá sido tomar la decisión de irte.

–Me fui a principios de 2001, con mucho temor e inseguridad. Dije: “Me quedo dos o tres años”. Fui a aprender. La idea era volver. Me agarró el corralito estando allá y decidí quedarme un poco más. Ya llevo 18 años.

–¿Qué sigue?

–Me veo en Mirazur bastante tiempo más. Estoy bien, me gusta lo que hacemos, me llena. Es difícil, es un estrés, pero es mi casa, vivo a 300 metros y trabajo con Julia, mi mujer.

–¿Extrañás la Argentina?

–Es que vengo bastante seguido, aquí vive mi hijo mayor, Lucca (N. de la R.: tiene otro varón, Valentín, con Julia). Yo creo que pude irme sin complejos porque aunque me encantan las cosas que tengo acá (el mate, por ejemplo), cuando estoy allá no las extraño.

–Una duda final: ¿por qué tu emprendimiento gastronómico aquí es Carne, una cadena de hamburgueserías?

–La frase es de Paul Bocuse: “Hay dos tipos de cocina: la buena y la mala”. Pero sin esquivarle al bulto te digo que fue una elección consciente porque en un restaurante mío en la Argentina la gente querría verme, que esté ahí. Y eso no lo puedo hacer. Con un concepto así es distinto. Enfrenté un lindo desafío con Carne: dar de comer masivamente comprobando que es mentira que no se puede alimentar bien y en cantidad.

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