Inés Estévez: "Fui objeto de bullying en mi infancia y adolescencia y siento que hoy también"
“¿Y por qué toda la poesía y toda la vida no se juntan aquí?”, cantaba Luis Alberto Spinetta en “Nueva luna, mundo arjo”, canción de Ya no mires atrás, su segundo álbum póstumo. Y es que hacer una introducción para contar quién es Inés Estévez es jugar un poco con la respuesta a esa pregunta.
Representa la unión sagrada de las diferentes ramas del arte encarnadas que cobran más vida aún gracias a su capacidad expresiva tan magnética que invita a la sensibilidad y el encanto. Su pulsión por el arte, que habita en cada latido, la ha llevado a transitar una amalgama de vocaciones que se extienden entre los sutiles movimientos de la danza, el vigor de la actuación, la esencia de la música, las profundidades de la escritura y la fuerza de la dirección. Y todas ellas, con un reconocimiento excepcional.
Pronta a estrenar dos películas, Miranda de viernes a lunes y Vera, y la miniserie Maternidark, Inés divide su tiempo entre sus clases actorales, el ensayo de sus próximos conciertos, la búsqueda de la melodía perfecta y la maternidad.
“Hay una diversificación que me permití cuando dejé de actuar y que justamente lo hice para eso, para tener tiempo y energía para explorar todos esos flancos expresivos y creativos que siempre quise explorar”, cuenta Inés.
“Mi problema es opuesto al que se plantea la sociedad: en lugar de salir de mi zona de confort debería averiguármelas para entrar. En mi búsqueda de la felicidad hay una inquietud permanente que no me permite estacionarme o acomodarme en ningún ítem en particular. Cuando yo empecé, variar entre la actuación y el canto no era serio. El mundo fue cambiando y la diversificación ahora es un valor en sí mismo. Está el riesgo de abarcar más de lo que se puede apretar, pero me parece que después de tantos años de estar frente a la cámara, fue importante haberme permitido dirigir, diseñar mi propio método y haber empezado a escribir. La música era lo único que no estaba en mis planes. Se dio, se me ofreció y lo abracé. También me pasa eso: se me presentan oportunidades y confío en el destino, entonces me abro a recibirlas y las optimizo.”

–¿Estás en la transición del jazz tradicional a encontrar tu sonido propio?
–Estoy buscando encontrarme con mi identidad musical. Si bien dentro del género siento que tengo una cierta singularidad (que es una palabra y un concepto que defiendo mucho), estoy saliendo del concierto tradicional de estándar de jazz. Estoy buscando un color identitario que a mí me defina o, por lo menos, que me vaya definiendo. La idea es grabar un segundo álbum pero no sé si como resultado de esta búsqueda.
–Encontré uno de tus escritos que dice “Me especializo en transformar miedos en temeridad”. ¿Qué quisiste decir con eso?
–Que soy una persona llena de miedos, desde que soy muy pequeña. El miedo habita mi vida y mis días. Todo tipo de miedos. Pero tengo una tendencia: en lugar de paralizarme o alejarme de eso a lo que le temo, me arrojo para desnudarlo, para desacralizarlo, para desmitificarlo y poder trascenderlo. Ahí es donde siento que me vuelvo temeraria. Que frente al temor, lejos de paralizarme, de salir huyendo, tengo una tendencia a enfrentarlo. Y no tiene que ver con el control, hace muchos años que hago una diferenciación entre eso y el dominio. Controlar es querer hacerlo con el afuera, que es incontrolable y presupone tensión. El dominio me parece que tiene que ver más con uno mismo, el hecho de poder encausarse dentro del caos.
–¿Tenés un miedo puntual que te persiga?
–El miedo más fuerte es con mis hijas, qué va a ser de ellas cuando yo no esté. El tipo de crianza que llevo adelante reviste temores en forma permanente, tomar determinaciones, dar pasos y evaluar consecuencias. Llevar adelante el desarrollo de esas dos vidas que tienen tanto condicionamiento y limitaciones es un gran interrogante. A mí me interesa comunicar estas cosas para ir sembrando conciencia en torno de la discapacidad. El sistema es muy deficiente, en el mundo entero, no solamente acá. Hoy tuve una conversación con la obra social de mis hijas en donde se chocaban las necesidades administrativas con las necesidades reales, porque absolutamente todo está diseñado desde un escritorio, no hay gente involucrada conviviendo con la discapacidad, diseñando el sistema administrativo, o de salud, o de educación. El problema no es tener hijos con discapacidad, el problema es el sistema, que lo intenta pero no solo no lo logra sino que, a veces, pone palos en la rueda.
“Mi problema es opuesto al que se plantea la sociedad: en lugar de salir de mi zona de confort debería averiguármelas para entrar.”
–Los nombres de tus hijas son muy particulares, ¿por qué los elegiste?
–Son identitarios. La historia es mucho más larga, interesante y poderosa de lo que puedo describir en una nota, pero nosotros nos anotamos para adoptar hermanos, de hasta 8 y 9 años, con enfermedades tratables y reversibles. Yo tuve siempre la certeza de que eran dos nenas y que se iban a llamar así: Vida y Cielo. Me habían dicho que en la historia clínica de Vida figuraba que era hipoacúsica, que tenía sordera. Una de las primeras veces, cuando nos estábamos vinculando, ella dio unos pasos, caminó unos metros hacia una puerta donde quería llevarnos en el hogar donde estaba y le dije en voz alta “Vida”. Ella se dio vuelta y vino a mí. Pensé que era una casualidad y volví a repetirlo, “Vida”, y me volvió a escuchar.
–Dijiste que siempre supiste que iban a ser dos niñas, ¿sos una mujer intuitiva?
–Mirá, mucho antes de que se pusiera de moda el contacto con todo lo espiritual, desde que tengo uso de razón (y me remonto a los 3, 4 años de edad), tengo conciencia de lo intangible. Una conciencia muy concreta. No es una cuestión de fe o de creencia, sino una certeza y una constatación. Esta teoría japonesa de que el espíritu es una forma dispersa de la materia y la materia es una forma compacta del espíritu, pero todo es lo mismo, me parece que es algo innegable. Incluso recuerdo a Glenn Close diciendo que la dinámica que se produce entre el actor y el público es una transformación que sucede a nivel molecular.

UN VALS INMEMORIAL
Años atrás, en la última entrevista que Inés le regaló a El Planeta Urbano, relató un sueño con su padre ya fallecido que había sido particularmente vívido. Si bien ambos solían bailar jazz, en este sueño puntual bailaban un vals y él le enseñaba a girar en una dirección y, luego, a quedarse en un lugar, sin dejar de bailar, para cambiar de dirección. “Vos podés cambiar de dirección todas las veces que quieras sin dejar de bailar. Ahora podés sola”, le decía su padre, e Inés se quedaba bailando en solitario.
Pasaron años y esa sigue siendo la última vez que lo soñó. Sin embargo, la conexión de amor profunda que se sumerge en las melodías del jazz florece a modo de homenaje cada vez que Inés pisa el escenario y canta. “Mi padre tocaba y cantaba, y me llevaba a sus tertulias de jazz desde que yo tenía 8 o 9 años, y yo cantaba con todos los viejos”, recuerda.
“Cuando se arman las constelaciones familiares, no hablo de ellas en función del método sino como el núcleo familiar, como combinación de seres humanos en una determinada época y lugar, hay afinidades. Siento que mi padre tenía una parte muy importante de sí mismo que era más feérica, conectada con lo sutil, y creo haber heredado eso. Teníamos un acuerdo tácito, una anuencia tácita, como que venimos del mismo planeta. Ese sueño que tuve fue una cosa muy impresionante, además me dijo: ‘Esta es la última vez que vengo a visitarte’, y nuca más soñé con él. Fue muy llamativo.”
–Y la danza también fue la vocación que te trajo a esta ciudad.
–Sí, estudié desde los 4 hasta los 12 años, hasta que en la época de la dictadura se cerraron las escuelas municipales de arte en Dolores. Cuando vine pensando en retomar, me di cuenta de que la carrera que yo hubiera querido hacer no era posible y a la vez empecé a trabajar en teatro para ganarme el mango.
–No hablás mucho de esa época, ¿fue muy dura?
–Lo he comentado algunas veces pero no quiero hacer una oda al sacrificio. Me parece que hay que empezar a desprogramar ese aspecto judeocristiano. Fueron épocas un poco pesadas, yo era muy chica, vivía como podía, mis padres mantenían a mis hermanos que estudiaban cosas lógicas y me ayudaban, pero tampoco es que les sobrara. Yo sentía que no tenía derecho a pedir ser mantenida y tuve épocas en las que no tenía dónde vivir y he pasado dificultades para comer. Nunca me faltó trabajo, pero no me alcanzaba para alquilarme un departamento, entonces tuve un período en el que me iba a dormir a Retiro. Mi padre artístico, el director de la obra de teatro que hacía en ese momento, Saltimbanquis, que además integraba una compañía teatral en La Plata, se dio cuenta. En lugar de decírmelo, porque sabía que yo era una persona que quería sentirme autosuficiente, me preguntó si podía regar sus plantas y alimentar a su gata cuando él no estuviese. Me salvó la vida. Murió un año después de mi padre, en la misma fecha.
–¿Y cuándo llegó la fama?
–Pasó mucho tiempo, en realidad convergieron en un mismo año el estreno de Matar al abuelito, película con la que gané el Cóndor de Plata y el premio a Mejor Actriz en el Festival de Biarritz, en Francia, con Zona de riesgo, por la cual estuve nominada al Martín Fierro, y la reposición de El diluvio que viene, con la que me gané el premio ACE. Fue como de golpe después de remar y remar, y si bien la seguí remando por años, pude alquilar mi departamento, pude empezar a vivir de la profesión, pude administrarme, con altibajos, pero empecé a tener un lugar en el medio que terminó de consolidarse con Vulnerables, que me puso en la calle, en la gente y en el público.
“El problema no es tener hijos con discapacidad, es el sistema, que lo intenta pero no solo no lo logra sino que, a veces, pone palos en la rueda.”
–Tuviste que romper con el mandato social de ser madre alrededor de los 30, ¿recordás esa época y la transición a querer serlo?
–Era una época en la que estaba mal visto: si no necesitabas ser madre no se te comprendía. No sé si cambié, yo creo que plasmé mi vocación de servicio teniendo este tipo de maternidad que elegí. Hubo algunas dificultades pero yo podría haber sido madre biológica y decidí que no me interesaba pasar por eso, que no era un objetivo ni el embarazo, ni un hijo de mi sangre, ni todas esas cosas que nos hacen creer que construyen una verdadera filiación. Siento que hay montones de hitos de mi historia que convergen en este tipo de maternidad, que es una maternidad esforzada, que cuando la asumimos no sabíamos el nivel de complejidad que iba a conllevar, que podía ser más leve o complicada de lo que es, y eso me hace recalcular permanentemente los pasos que doy, cómo los doy, de qué manera, cómo hacer para no morir en el intento, cómo hacer para que sea productivo para ellas y que no sea letal para mí.
–¿Sentís que esos mandatos han cambiado?
–No, creo que se está esparciendo una gran conciencia (entre las mujeres, sobre todo) pero que no han cambiado. Creo que estamos en ciernes, ojalá que en algún momento se modifique y que las nuevas generaciones se sientan libres de ejercer o no la maternidad. Hoy en día, una mujer sigue teniendo el mandato de la maternidad y la presión social, mujeres muy independientes que congelan óvulos por si un día… o porque les da miedo que… Que pasan por tratamientos muy costosos, por una manipulación de sus hormonas y sus organismos en función de que quizás un día, si tienen ganas… Del mismo modo que no está naturalizada la adopción.

–¿Te considerás una especie de “oveja negra”?
–Vuelvo al concepto de singularidad, que es algo de lo que me enorgullezco hoy en día pero que, durante mucho tiempo, el no pertenecer fue motivo de padecimiento. Fui objeto de bullying en mi infancia y adolescencia y siento que hoy también. En algunos aspectos no encajo, dentro del medio actoral, dentro de la sociedad. No me peleo con eso ni lo alzo como un estandarte. Lo asumo y lo acepto. Esto que te decía hace un rato: el reconocimiento de las diferencias es el principio del concepto de igualdad, el día en que todos asumamos las diferencias y la singularidad como un valor, ahí vamos a estar empezando a arañar el concepto de igualdad.
–¿Qué te motiva de las propuestas actorales?
–Que haya una transformación constructiva en el personaje y en el espectador. Lo que me empezó a pasar es que llegué a un momento de la vida en el que se me empezó a convocar para hacer de madre y, aparentemente, la madre argentina –tanto si me dirigía gente joven como de edad más avanzada– era una persona pasiva, que no intervenía, que no tomaba decisiones y que se quedaba en la casa esperando al padre que salía a defender al hijo que estaba en peligro de muerte. Justamente, las mujeres, si algo somos, es resolutivas. Tuve que ser dirigida el año pasado por mujeres para tener roles activos de mi edad, pero si la película no la escribe una mujer, eso no sucede. Para yo crecer como actriz y como persona, el rol que me ofrezcan tiene que tener carnadura, no es que tengo que ser la protagonista necesariamente. Los actores a veces sienten que la importancia del rol tiene que ver con el tiempo de duración en pantalla, y a mí el grado de protagonismo no me importa, me importa la intensidad de la participación. Tengo ganas de volver a actuar de manera fuerte; después de la pandemia me volvió la idea de recuperar ese espacio y, en algún momento, hacerme el tiempo para volver a escribir.
Fotos: Guido Adler

RECUADRO
Inés Estévez se presentará junto a su nuevo quinteto de jazz el 16 de julio en el teatro Coliseo, de Mar del Plata, y el 19 de agosto en el Bebop Club, de la Ciudad de Buenos Aires.