Masa madre y tiempo: una noche en el taller de pan de Germán Torres
Pan. La palabra que más pronuncia Germán Torres figura en el título de sus dos libros (Pan de garaje y Pan de campo) y nombra a aquello que tiene a una treintena de personas con la ñata contra el vidrio de los ventanales de La Valiente. Son los concurrentes al exitoso taller que dicta una vez al mes, invitados a meter las manos en la masa y a entender, desde la raíz, la alquimia más simple del mundo.
Harina, agua, sal, masa madre y tiempo —el ingrediente más importante, según Germán— se pondrán en juego en minutos. Hasta que llegue ese momento, Torres y su equipo ultiman detalles, alinean bols, chequean uno por uno los puestos que ocupará cada ocasional panadero. Con ansiedad, los y las de afuera (parejas, duplas o tríos de amigos, personas solas) respiran la helada noche de julio en San Isidro, tupper en mano y esperando la campana de largada.
Fila respetuosa, check en la puerta y adentro. Germán recibe, sonriente, portando el look que bien le conocemos: gorro de lana, sweater arremangado, delantal, borcegos. Un total black que en minutos cederá terreno al blanco de la harina pero que ni así aminorará el aura rocker del hombre que revolucionó la manera de hacer pan en Buenos Aires, cuando en 2016 co-fundó Salvaje Bakery.

“Cada uno amasa su pan con nuestra masa madre. Y después arma la suya propia en el proceso”, le explica el también chef a El Planeta Urbano, invitada a entender desde la acción —junto con aquellos que lograron conseguir lugar en una actividad cuya convocatoria rebalsa de pedidos cada vez que se anuncia una nueva fecha en Instagram— un trabajo antiquísimo y con mucho de mágico.
“La gente ve qué es lo que pasa, qué es la fermentación, cómo se hace un pan con pocos ingredientes. Se lleva el bollo que amasó, para hornearlo en su casa, y aprende a cocinar uno que tenemos nosotros. Es para entender que puede preparar un pan y hornearlo al otro día, y que no lleva tanto laburo”, simplifica Germán las próximas tres horas de su vida y de la nuestra.
Y sigue: “También les contamos qué opciones hay de harinas orgánicas. Blancas, integrales y también de centeno. Queremos que al menos puedan un domingo animarse a hacer una pizza, una focaccia. Todos se llevan su frasco de masa madre, sus notas; alguno se copará y empezará a hacer pan, y otro vivió algo distinto, hizo algo con las manos y entiende lo que hacemos nosotros todos los días”.
En la previa —matizada por una rica picada de fiambres y quesos, acompañada de buen vino— ya Germán tira coordenadas de lo que vendrá a los primeros que preguntan, mechadas con conceptos que sigue desgranando para EPU: “Es un plan de noche —no una clase de anatomía— para que los que vienen la pasen bien. Y lo que es muy importante: entender la posibilidad que te abre el tiempo. Saber que podés hornear un pan a la mañana y otro a la tarde. Y entender que ese tiempo que pasa le otorga una cualidad al pan. O a la pizza, o a lo que quieras”.

La concurrencia es variopinta. “Viene gente de otras provincias, o del Uruguay”, cuenta Germán. “Es con vino, así que algunos se distienden. Después hay una cena (hoy toca risotto) en la misma mesa que hicimos todo. Lo hacemos una vez por mes y el cupo explota; así que decidimos concentrarlo en gente que se dedica a otra cosa, no al rubro gastronómico, porque no es algo tan técnico. Y se van contentos porque lo hacemos en el lugar donde elaboramos el pan”.
MANOS EN LA HARINA
Arranca el taller. Germán habla del punto de partida de la masa. “Es importante que la harina absorba el agua y que la sal vaya después”. Apunta a una lógica, palabra que repetirá varias veces a lo largo de la noche. Añade que hay que empezar de a poco, sumándole a la harina común (“si es orgánica, mejor”) un poco de integral, “que toma más agua”. Y nos invita a amasar.
Las manos adentro de los boles (“una sola, la otra se deja siempre libre”, enseña el maestro), las miradas fijas en la tarea, con alguna ojeada furtiva al trabajo de quien está al lado. Germán advierte esas comparaciones inmediatas y enseguida desactiva las preocupaciones: “Háganlo relajados, sin apuro y a su manera; y no tengan miedo de agregar agua para hidratar la masa, si hace falta”.

Empiezan las preguntas, que el hombre contesta con naturalidad. Tipos de harina, tiempo y formas de amasado, cantidad de agua, todo entra en el temario. Algunos concurrentes demuestran cierto conocimiento; otros —la mayoría— no, un no saber que a Germán lo entusiasma. Hasta que se pregunta por la harina cuatro ceros. Da un respingo:
“Es como algo muerto”, contesta, casi brutal, provocando cierta decepción, “funcionó un montón en una época porque es una harina que no se degrada. Pero no genera color, y por más que se use con una excelente masa madre, no dora, no genera algo interesante sino pura miga. Si quiero tener un poco más de burbuja y crocantez tengo que usar tres ceros”, cierra, tajante.
Mientras tanto, sus colaboradores van puesto por puesto, chequeando las masas. Amables, dan una mano si la cosa se salió de cauce y aconsejan con gusto, porque el paso que viene es importante (la suma del fermento; es decir, el alma del pan) y los bollos tienen que estar listos para darlo. Aunque antes —y siempre, como Germán explica hasta el cansancio— la masa debe volver a descansar.

LA MASA ES MADRE
Aparece en escena la masa madre. Germán levanta el recipiente para que los que están en el fondo del salón vean esa mezcla sólida y añosa de harina de centeno y agua. “Me gusta pensar que es la misma que empecé hace casi una década, cuando arranqué con esto”, enfatiza. Lo de la solidez no es solo una impresión visual, Germán dice que la elije así porque es más fácil de integrar a una masa.
Una cucharada de masa madre a cada bollo, nuevo registro de la humedad y otra ronda de descanso. Los talleristas más prolijos corren a la enorme pileta de la cocina, contigua a los hornos, para sacarse los restos de masa de las manos. Germán explica la necesidad del reposo de la mezcla: “Otra lógica para que entiendan esto es que es muy fácil hacer pan porque no hay que hacer nada, es más estar charlando que otra cosa (risas generales)”.
Explica que la masa madre requiere —también— paciencia. Y que deben usarse entre 50 y 100 gramos por cada pan. “Calculen eso por cada medio kilo de harina”, indica. Desgrana su método para hacerla, aunque admite la existencia de muchas maneras y procesos. Cuenta que hay que alimentarla todos los días (ya saben: partes iguales de agua y harina), lo que hace que tome más fuerza. “Mantiene su antigüedad, pero está siempre joven y viva”, filosofa.

EN EL HORNO
A esta altura del taller, cuando la tensión que produce estar entre extraños se aflojó con la sonrisa cómplice, la charla y el amasado compartido, Germán intuye con beneplácito que ya no es el centro de atención, que ahora el pan es el protagonista. Ese que promete el bollo, claro, pero también los que cocinarán él y su equipo, hechos a imagen y semejanza del que mañana —o pasado— saldrá de los hornos hogareños.
Quienes leyeron su libro Pan de campo (Ed. Planeta, 2022), saben que en la época de su transición entre Salvaje Bakery y La Valiente (el proyecto que lleva adelante junto a Christian Petersen, desplegado en esta hermosa casona y en otros dos locales, ubicados en Núñez y Tigre), Germán se enamoró de la harina de centeno, vortex de esa aventura que llamó "Delirante". Dice que la prefiere porque los panes duran muchísimo tiempo, tienen más alma y un sabor extra. Y además, piden un consumo distinto.
Digresiones que son preámbulo del amasado final. Germán va por todos los puestos, mostrando su técnica. “No hay que usar el dedo gordo”, revela. “Lo importante es no rascar ni agarrar, generar otra sensación. Ir bajando en intensidad el amasado. Hacerle pliegues a la masa para lograr miga. Tiene que duplicar el volumen, si no, van a hornear una piedra. La idea es seguir amasando las veces que sean necesarias, hasta que entiendan qué necesita su pan”, alecciona. Repite, por si hacía falta, la importancia de dejar pasar tiempo, y lanza un dardo al corazón de la impaciencia: “Es un ingrediente más, quieran o no”.

Después de disponer los bollos que saca de la heladera del local (tienen un doble propósito: ser modelo de horneado, y luego el pan que los concurrentes al taller se llevarán a casa para el desayuno) enseña a hacer los cortes característicos en la masa. Y vuelve a quitarle dramatismo al probable fracaso del primer intento: “Es muy barato fallar con el fan. Siempre se puede probar, fracasar y volver a empezar”.
DE SALIDA
Los panes están en el horno; los bollos, guardados; y las enseñanzas del maestro de ceremonia, ordenadas en alguna capa de la memoria panadera. Llega el risotto. Los pequeños grupos que se armaron (EPU hizo vecindad con un matrimonio de la localidad de Capitán Sarmiento, una pareja que tiene una pizzería en Haedo y una joven de América, pueblo del oeste bonaerense) se relajan y comparten, mientras disfrutan del sabroso plato, la incertidumbre de saber cómo saldrá el pan que elaboraron con sus propias manos.
Cuando todo termina, cada uno retira su hogaza; otros, se llevan de yapa alguna baguette de las que están en las estanterías y quedaron como remanente del día. Todos y todas se sacan una foto con Germán, agradecidos por haber aprendido un saber ancestral, de los pocos que encierran porcentajes iguales de simpleza y complejidad y que requieren tanto disciplina como cierta dosis de despreocupación.
Un carácter dual que Germán Torres comprendió a la perfección. Y que por las dudas deja, como un mapa, en los oídos de todos los que están por atravesar la puerta y volver a la gélida noche sanisidrense: “No se olviden: activen su masa madre a la noche y déjenla fermentando a temperatura ambiente. A la mañana amasen y guarden en la heladera. Se van a trabajar. Llegan a su casa, le dan otro pliegue a la masa, otra vez al frío y lo hornean a la mañana. Y no se preocupen que el pan se adapta. Así lo entendí yo, y así lo van a entender ustedes también”.
