Antonio Birabent: "Cantar una canción me detiene el tiempo"

Hijo de Moris, figura clave de los inicios de la historia de nuestro rock, el talentoso músico no se conformó con despuntar melodías y sacar una veintena de álbumes, sino que desde hace más de 30 años viene explorando casi todos los caminos del arte, convirtiéndose así en un ícono y una referencia total de la cultura pop argentina del último tiempo.

Antonio Birabent es músico, actor y un reconocido autor de canciones. Tiene en su haber 25 discos, lleva adelante un proyecto junto a Ariel Minimal (Las Lenguas Muertas) y grabó dos álbumes junto a su padre, Moris: Familia canción (2010) y La última montaña (2020). Hace poco editó su primer libro, Tres, con la editorial Malisia y se puso en la piel de un escritor que busca hacer pie en dilemas existenciales. 

“Este diario de cuadros íntimos y escenas urbanas le debe su poesía y su testimonio a la distracción”, dice Juan José Becerra a modo de introducción. Es que Birabent se dedica a observar la vida sin apuro. Hace un balance de su paternidad y de la relación con su padre. Mira lugares, costumbres y lanza postales con fuerza poética. “A veces trato de entender el linaje familiar, otras trato de entender por qué las alarmas suenan parecidas a los pájaros de la ciudad. No importa. Pero trato de entender”, dice el músico, actor y ahora escritor a El Planeta Urbano.

“En un momento donde se valora tanto la tarea de ser madre, es lindo valorar la tarea de ser papá.”

Hace poco se fue a tocar a Madrid y Barcelona y aprovechó para presentar su libro “en dos librerías muy lindas”. En la actualidad piensa en un disco nuevo para el año que viene; se prepara para presentar canciones suyas en compañía de un quinteto de cuerdas; sigue traccionando para hacer cosas con Moris, con quien se presentó a principio de este mes en Café Berlín (ya agregaron nueva fecha para el 17 de septiembre por la demanda de entradas, y una más el 15 de octubre, pero en plan solista), y mantiene la rabia con Las Lenguas Muertas (el 13 de agosto se presentan en el Centro Cultural Richards). “Fue una conexión extraordinaria con Ariel. Estoy en el lugar de cantante, no toco nada. Hay furia, hay energía”, cuenta. 

–El oficio de hacer canciones ya lo tenés, es indudable, pero a la hora de escribir literatura el proceso es otro. ¿Cómo desarrollaste el cambio?

–Es cierto, hago canciones desde hace 35 años. Hay algo automático, intuitivo, que hace que me salgan como un chorro de agua. Pero para escribir estos relatos tuve que tener otra concentración, es una inmersión distinta. Si bien todo surge del mismo lugar (sensibilidad, observación, curiosidad y después las palabras), creo que escribir un libro demanda una intensidad y un tiempo que en la música, por cómo yo compongo, son muy distintos.

–Cuando hacés un disco, muchas de esas canciones que te salen a borbotones deben de quedar afuera. Trasladado eso a tu libro, en el que quedaron 89 relatos, ¿cómo realizaste ese proceso de selección?

–La selección no fue mía. Eso tuvo que ver con la editorial. Malisia me ayudó a elegir. Había muchos relatos y seguían surgiendo, y había que elegir un tipo de libro para hacer. No se podían hacer cuatro libros. Por eso el trabajo de la edición fue muy importante. Más allá de que trabajamos juntos, delegué bastante esa parte. Lo que fue clave para mí, una vez que estuvieron los 89 relatos, fue armar el orden. Eso fue más difícil que armar el orden de un disco, pero simplemente por una cuestión de cantidad. Y eso lo hice yo. Fue esencial manejar el comienzo y el final del libro, y poder ir mezclando esta cuestión de padre/hijo, las observaciones ciudadanas, las memorias y que eso tuviera un fluir.

–En el recorrido de estos relatos se puede apreciar un detenimiento en el tiempo para mirar y sobre todo para captar lo que no está en primer plano. ¿Se podría pensar que lo efímero de las cosas y el avance de la tecnología dejaron a la observación como una práctica anacrónica? 

–La capacidad exagerada de poder ver y mirar, y tener acceso a todo, hace que la curiosidad verdadera sea menor, porque está todo a la vista: desde los culos hasta la información. Es soez. Y, por otro lado, hay una curiosidad más selectiva que no abunda. Está todo demasiado evidente y eso hace que todo esté a la mano. Por eso rescato lo que dijo Juan José Becerra en la presentación que hicimos en la Feria del Libro: hizo hincapié en esto de que el libro es un enfoque en el segundo plano y que es el ejercicio de alguien, que soy yo, que mira, se detiene y trata de entender. Y en esto último que destacó Juanjo hay una clave, porque a veces trato de entender el linaje familiar, otras trato de entender por qué las alarmas suenan parecidas a los pájaros de la ciudad. No importa. Pero trato de entender.

–En el libro también les das mucha entidad a tu padre y a la tarea de la paternidad. ¿Cómo es la relación con Moris?

–La relación con mi padre me ha alimentado y lo ha alimentado a él, sobre todo en esta última etapa de su vida, donde yo tiro más del carro y lo llevo a hacer cosas juntos. Hicimos dos discos en los últimos diez años. A través de nuestras conversaciones de dos hombres adultos, que son padre e hijo, pero que de repente conversan como dos amigos, y a veces como dos desconocidos, la relación se retroalimenta. Creo que es una forma de poner sobre el papel algunas cosas que estaban en el aire. Y también es un reconocimiento a la tarea de ser padre. En un momento donde se valora tanto la tarea de ser madre, es lindo valorar la tarea de ser papá. Conozco a muchos hombres que son padres continuamente presentes y que crían a los hijos como antes solamente los criaban las mujeres.

“Escribir un libro demanda una intensidad y un tiempo que en la música, por cómo yo compongo, son muy distintos.”

–¿En qué momento decidiste que tenías un libro en la mano?

–No lo decidí. Fue por prepotencia de trabajo, por acumulación de textos. En un momento tenía ocho cuadernos que eran una montaña de relatos escritos a mano, y Juanjo me dijo: “Pasalos a la computadora”. En estos meses en que salió el libro me pregunté si podría haber sido antes, seguro que sí, pero también podría haber sido nunca. Por eso me alegra que haya sido ahora.

–En otras entrevistas hacés referencia a tu abuelo, Mauricio Birabent, como quien te dejó el legado de la escritura y como un gran lector. ¿Qué lugar ocupa la lectura en tu vida?

–En un cuento del libro hablo de las cosas que me estoy perdiendo. Se llama “Conversaciones pendientes”. Son esas charlas que no estoy teniendo con autores porque boludeo, pierdo el tiempo. La lectura es cada vez más un acto anacrónico y original. Las personas que leen en el subte o en un bar me llaman la atención, y antes no me pasaba eso. Hoy miro con curiosidad cuando veo a alguien con un libro y trato de ver qué libro es. Cada vez más es un gran acto de libertad ponerse a leer.

–¿Tener vocabulario es otro acto de libertad?

–Me gusta escuchar a gente que habla… y la palabra no es “bien”, porque puede hablar mal y tener un vocabulario muy lindo también. Me gusta cuando la gente mezcla palabras o rescata palabras que no se usan más. La otra vez estaba con una amiga que usó la palabra “mulero”. No me gustan las palabras en inglés, trato de evitarlas. Hay palabras en mi vocabulario que están prohibidas. Uno de los cuentos que quedó afuera del libro hablaba de esto. Hacía referencia a la invasión sajona y ahí decía que era algo más fuerte que las invasiones del siglo XIX, porque esas no ganaron y estas claramente ganaron la invasión al lenguaje. El lenguaje es el pensamiento, y si ahora nadie sabe cómo se decía antes el sinónimo castellano de “spoilear”, estamos en problemas. Son pequeñas cosas. Entiendo que me traten de exagerado, pero estas cosas me interesan.

–¿Qué es una canción?

–Es una gran pregunta muy difícil, pero creo que una canción es otro lugar. Es una posibilidad de viajar sin hacerlo físicamente, para el que la canta y para el que la escucha. Nunca estoy triste cuando canto. Puede ser que esté con más entusiasmo o con menos, pero cantar una canción me detiene el tiempo, y en esa detención, el mundo que aparece me gusta.

Fotos: Alejandro Calderone Caviglia

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