Javier Urondo, la cocina como trinchera: "Tenemos que repensar lo que comemos"

Su libro, "La Cocina imperfecta", revela un restaurante, un cocinero pionero en el madurado de carnes y los fermentados, y una manera de entender la gastronomía como un arte imprevisible y único.

A Javier Urondo le gusta dar de comer. Lo hace en su propio restaurante desde 2003, cuando abrió Urondo Bar, en Parque Chacabuco. Un local de esquina que es reflejo fiel de la idea que el chef tiene de la cocina: platos con sabores bien definidos al frente, elaborados con productos de primera calidad, que además son –y han sido- su objeto de estudio.

Como en su momento lo fue la carne –hace 14 años empezó con los madurados, algo hoy extendido- o los fermentados (entre ellos el kimchi, en épocas en que afuera de la colectividad coreana nadie lo conocía), Urondo entiende la gastronomía como un arte imprevisible, espontáneo, único. Y, por más que muchos quieran hacernos creer lo contrario, imperfecto.

Reconocido en los círculos gastro, pero nunca metido en el barullo de las listas de premios ni buscando el foco los reflectores, el restaurante –por excelente pero también por secreto- merecía un libro que contara su historia, que es la del propio Javier.

Demorado, como tantas otras cosas, a causa de la pandemia, el precioso volumen con fotos de Eugenio Mazzinghi y edición de María De Michelis ya está a la venta. Se llama precisamente La cocina imperfecta y lo editó Sudamericana. Urondo charló con El Planeta Urbano para dar detalles y definiciones.

- ¿Por qué La cocina imperfecta?

- Yo siempre tengo la sensación de que la cocina intenta reproducir algunas cosas de lo seriado, de lo que se fabrica todo el tiempo en la perfección, que cada plato tenga que ser igual al que viene. Y cada producto no es igual y cada pedazo de carne no es lo mismo: no es lo mismo la punta del bife de chorizo que la cola, no es lo mismo una vaca que otra, o un pescado que el otro.

Entonces me parecía que era una especie de contrasentido estar trabajando en busca de la perfección. Al revés: había que entender la diversidad de lo que uno ponía en el plato, y que cada plato es único.

- El libro tiene tus recetas, detalladas con precisión y conocimiento de cocina, pero también con espacio para el juego. En algunos momentos hablás de usar “kimchi viejo” o “arroz que haya quedado en la heladera”…

- Siempre pienso que la idea de los libros con recetario es volver a pensar un poco la historia de cada familia y las viejas recetas. Las mías no son muy específicas ni muy estrictas: es la idea de aprender a reciclar la comida, de aprender a cocinar con lo que hay y no con lo que no hay. Si quienes compren el libro hacen las recetas está buenísimo, pero están como un referente de ideas y conceptos.

Lo que sí me interesa es que la gente empiece a repensar lo que come y darle valor a las cosas que están buenas, que tienen poca distancia entre el productor y el que las consume, y que pueden saber más o menos qué origen tienen, o si son de temporada. En ese sentido me parece que va la búsqueda mía: que se hagan más preguntas sobre lo que comen y que acepten menos lo que viene con la bajada de línea de que es “lo que hay que comer”.

- El segundo capítulo tienen un título peliagudo: "Mis amigas las grasas"…

- Sobre algunos temas básicos me parece que nosotros desde la cocina tenemos que tomar el mando del discurso de lo que se come, ¿no? Tenemos que empujar -sin hacerles foul a los médicos- y ocuparnos nosotros. No sé porque cedimos ese lugar, o por qué se lo apropiaron violentamente. Podría entenderlo, pero no quiero entrar en polémicas.

Y después me parece que temas puntuales como hablar de grasas o harinas son bombas de humo que tira la industria todo el tiempo para cubrir sus propias manchas. No las nuestras: nosotros comemos grasa desde la existencia de la humanidad, el tema es de qué grasas estamos hablando, de qué harinas.

Nuestra responsabilidad desde la cocina es diferenciar ese discurso y volver a explicar las cosas que se dicen para distraer. Son cosas que yo digo y retomo. Las grasas son absolutamente necesarias para comer y para construir el gusto, no podemos dejar de usarlas. Me parece absurdo que la gente se preocupe por el tema de las grasas y después se coma una galletita industrial, que incluso tiene cada vez menos azúcar y más fructosa, que es más barata.

El impacto de la pandemia

Urondo está en la esquina de Beauchef y Estrada. La zona, residencial, tiene el sosegado pulso de las barriadas antiguas de Buenos Aires. Cuando llegó la pandemia, el bar debió cerrar sus puertas al público y abrirlas al barrio, que siempre lo miró medio de costado, con su aire de restaurante de autor, precios altos incluidos. Y así fue que su alrededor conoció esos panes tan elogiados, sus carnes contundentes, sus productos, sus platos ricos adaptados al delivery. Una manera de sobrevivir pero también de renacer.

- ¿Qué le cambió la pandemia al restaurante?

- Creo que primero logró posicionamiento en el barrio, que no lo tenía. El barrio no se acercaba mucho porque pensaban que era imposible para ellos. Nosotros nos convertimos en almacén, panadería… y haciendo eso trabajamos con el barrio y con cercanía.

Y después nos cambió también el tema ideológico: nos sacó muchos adornos en los platos y fuimos derecho al hueso, a la comida, nos hizo repensar que por dónde íbamos estaba bien y que había que profundizarlo, que había que comer y no tanta historia. No tanta explicación de lo que hay en el plato sino que el plato hable por sí mismo.

- Fuiste uno de los primeros que maduró carne y que hizo kimchi para ofrecerlos en el restaurante, ¿Qué te parece que ahora esas cosas estén de moda?

-Nosotros empezamos a madurar carnes y a hacer fermentados hace más de 14 años y tirando bastante carne a la basura (se ríe): no había información colgada en las redes, no había bibliografía al respecto. En los ‘80 me acuerdo de haber escuchado hablar por primera vez de madurados.

Ahora me parece que eso se tiene que calmar: hay madurados sobreexagerados, que están buenos como experiencia pero el resultado del producto no está bien, creo que cada pieza necesita un tiempo de descanso desde la faena, y de frío; pero cuando la cosa queda estancada o empieza a tener ribetes de fiambre me parece que es otro producto, salvo que se busque eso.

- Volviendo al libro, ¿te parece que es también una puerta para que los lectores prueben cosas nuevas, hagan el pan, experimenten con fermentados o salgan a buscar productos que incluís y no están en todos lados?

- Es muy fácil encantar a la gente haciendo cosas raras; y lo importante, me parece, es usar productos comunes a los que todos tienen acceso; digo, el pescado que yo uso se lo compro a una pescadería de barrio, pero antes me iba al Barrio Chino. En el tema carne todos tenemos a nuestro carnicero querido, que nos cuida el producto para el asado del domingo; y en verduras creo que también hay que aprender a mirar, saber qué es lo que está bueno. No me parece que haya problemas para ese acceso.

Para otros productos tal vez sí: si vos querés tener los productos que tiene el Four Seasons seguramente vas a tener problemas, porque sólo les llegan a ellos. Pero por ejemplo en el Barrio Chino tenés mariscos de todos los colores; o si buscás cosas raras, en el barrio coreano, en la feria boliviana o en el mercado de Liniers siempre hay. Pero la idea es que cocines con lo que hay comúnmente y que aprendas a usarlo de mil maneras.

- El libro también refleja que el restaurante es también la gente que labura…Yo creo que un restaurante es una empresa de recursos humanos, no un nombre y una estrella de cine al frente; nosotros tenemos el mismo equipo hace 15 años, y eso es lo que construye Urondo, más allá de que yo tenga mis recetas, mis ideas y mis conceptos; pero que salga todo lo que aparece en el plato depende del recurso humano.

Si tenés buen mantel, buena vajilla, el último horno o uno atado con alambre, lo definitivo es la gente que cocina con vos, que labura con vos y que entiende tu línea de laburo. Yo tengo un equipo muy chiquito pero muy firme: desde el cocinero, Pedro, al que le tiro un producto en la mesa y ya sabe lo que hay que hacer y para dónde vamos; el pilar que está en la bacha, que es un multiprocesador (risas). Y después mi pareja, la que ordena todo el quilombo de los chabones acá, Flor, que es el alma femenina que viene a poner orden en este lugar.

Fotos: Eugenio Mazzinghi (gentileza Editorial Sudamericana)

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