Fernando Peña, un loco lindo

¿Cómo hacemos una edición especial  de personajes transgresores sin Fernando Peña entre nosotros? Parece mentira que ya no esté, y sin embargo en todas las reuniones de sumario y charlas con amigos en las que proponemos personajes que transgreden en la vida, que rompen las reglas, siempre aparece su nombre coronando cualquier lista. Aquí, un homenaje de alguien que lo conoció bien de cerca. 


Fernando se fue hace tres años y algunos todavía no nos acostumbramos a su ausencia. Los más cercanos, quienes tuvimos la  suerte de conocerlo hoy y hasta gozamos del privilegio de ser sus amigos, extrañamos sus llamados, sus reclamos, sus desplantes y esos aires justificados de divo que muchas veces lo invadían.

Quienes lo veían desde afuera, como espectadores, quizás extrañen tanto talento, rebeldía, inteligencia y transgresión concentradas en una sola persona.

Lo conocí en el año 99, justamente gracias a esta revista en la que todavía escribo. Por ese entonces, muy poca gente sabía que Milagros López no era una señora cubana sino un joven rioplatense, y que la popular locutora Mega no era una travesti, sino el mismo joven que encarnaba a ese personaje y a tantos otros más en las mañanas de Radio Metro. Cuando Fernando habló con El Planeta Urbano, el secreto quedó develado: aquellas personas radiales sólo existían en su mente, y cobraban vida de manera extraordinaria en la radio. Y quien hablaba con tantas voces, se contradecía al aire, discutía, peleaba, gritaba, lloraba y reía al mismo tiempo no era más que una sola persona. Fernando Peña: uruguayo, treinta y pico de años, soltero, gay, actor, ex azafato y chico bien de San Isidro. 

Mucha gente se quedó helada con la  noticia. Llamaban a la revista para decirnos que todo era mentira, que Milagros López sí existía y ellos daban fe de eso. Fernando, en la radio, no dijo nada, porque en ese entonces él no hablaba, no había tomado la palabra y sólo se expresaba a través de los personajes a los que encarnaba cada mañana.

Luego vino el éxito desmedido y Fernando comenzó a hablar. Provocaba desde su discurso enfrentándose a los políticos, a la Iglesia (somos muchos los que no podremos olvidar el día en que confesó haber tenido sexo con los curas de la Catedral de San Isidro), a los chetos y a los villeros. A todos los encarnaba desde un personaje distinto y así, poniéndose en la piel de cada uno de ellos, decía las peores barbaridades, como si su talento para transformarse en Palito, un chico de la calle, lo autorizara a relatar crudamente historias de robo, violaciones y consumo de paco, o su genialidad para dar vida a Martín Revoira Lynch, el ultracajetilla y casi nazi personaje oriundo de San Isidro, le diera luz  verde para hablar desde un lugar que parecía grotesco, pero era absolutamente real. Las cosas pasaban, los chetos de San Isidro hablaban así y se dirigían de esa misma manera despectiva a quienes no eran como ellos. Lo que hacía Fernandp, simplemente, era encarnarlo, mostrarlo, traspasar cualquier límite desde una sinceridad absoluta y una completa ausencia de filtro. Eso, creo yo, lo convertía en un transgresor con todas las letras.

 

A nivel personal, Fernando era un amigo insoportable. Podría deshacerme en halagos, como hace cualquier persona que habla o escribe sobre quien ya no está, pero un homenaje al rey del humor negro no sería tal cosa sin apelar a un sincericidio total.

Fernando era una persona muy difícil de llevar. Un loco que te llamaba a las dos de la tarde para almorzar y emborracharse, un nene caprichoso que te exigía tomar el té en esa casa alemana que quedaba en la otra punta de la ciudad pero a él le fascinaba, o que te ordenaba comer a la noche en Edelweiss, a la salida del teatro, y luego acompañarlo hasta la casa, manejarlesi era posible, y quedarse charlando con él hasta cualquier hora de la madrugada. En medio de todo eso, Fernando podía salir con cualquier cosa. Podía enojarse sin razón e insultarte, era capaz de agredir a una camarera porque le molestaba su tono de voz, se instalaba en la suite presidencial de un hotel porteño para pasar el fin de semana con amigos a quienes les exigía seguir su ritmo desenfrenado, llamaba a un taxi boy sólo para abrazarlo y conversarle y así, de la nada, creaba a uno de sus personajes y se transformaba en medio de cualquier charla. Y sus amigos, los que podían, le seguían la corriente. Otros dejábamos de llamarlo, nos hartábamos, desaparecíamos. Como aquella noche en que me fui del teatro porque no soporté más sus locuras, sus caprichos, y me propuse no volver a verlo por un buen tiempo. Meses más tarde, estando de viaje, supe de su partida. Lloré frente a la computadora, me sentí culpable y comencé a extrañarlo. Ahora me despido de él públicamente, como nunca lo hice y como sé que le hubiera gustado, y le digo:

¡Adiós, puto lindo!

 

 

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