Confieso lo que he vivido
La pobre Mary creció leyendo libros sobre tumbas y, cuando murió, creyó que no era la primera vez. John Grady mató a varios niños, y sus espíritus acosaban al nuevo dueño de su casa. Lo de Ana es peor: si se animan, léanlo.
El día de su muerte, Mary Shelley debe de haber sentido que eso ya lo había vivido (o, más bien, fallecido). “Siento que ya entré en mi tumba, mi temible y solitaria pero pacífica tumba”, escribió en su diario, allá por 1823, a sus 26 años, aunque no llegaría a su lecho final hasta haber cumplido los 53. La autora de Frankenstein siempre tuvo fascinación por la muerte y un contacto casi cotidiano con cadáveres, reliquias y cementerios. Tuvo cuatro hijos pero sólo uno la sobrevivió, y ella misma no conoció a su madre sino por sus escritos, ya que murió a los pocos días de haberla dado a luz. De hecho, aprendió a escribir su propio nombre leyendo el de su mamá –Mary Wollstonecraft Godwin, una reconocida pensadora feminista–, copiando las letras de la lápida de su tumba. El cementerio era su refugio. Allí leía los libros de su madre (entre ellos, el famoso Vindicación de los derechos de la mujer) y también los de su padre, William Godwin, entre los que se destacaba un título por demás sugerente: Ensayo sobre los sepulcros, en el cual instruía al lector para que hablara con los muertos y les dijera cosas como “A los huesos secos, que vivan”. Mary se lo tomó bastante en serio y, con sólo 21 años, alcanzó la fama precisamente con un personaje literario a la medida de los consejos de su padre: un monstruo hecho de partes de cadáveres, una pila de huesos inanimados que finalmente salen caminando. De hecho ese ensayo paterno reapareció varias veces en la vida de Mary, entre tantos otros déjà vu que tenían que ver con la muerte: lo citó, por ejemplo, para lograr que la dejaran ver el cadáver de su amigo Lord Byron antes de que fuera enterrado. Y, por supuesto, la dejaron. En La mujer que escribió Frankenstein, Esther Cross se adentra en la vida de esta singular figura literaria y, además de dar con un anecdotario macabro que roza lo inverosímil (como que Mary conservaba el corazón de su difunto marido envuelto en una poesía en formol sobre su escritorio), logra retratar todo un clima de época en la que la medicina se abría paso a golpe de escalpelo sobre cadáveres en general robados y los profanadores de tumbas y el tráfico de cuerpos eran moneda corriente. Un libro originalísimo y perturbador que hace de una biografía la mejor excusa para el humor negro y la ironía.
El juego del miedo
Las casas embrujadas suelen ser un lugar común en los juegos infantiles. Pero en Más allá el espejo, la novela del irlandés John Connolly, ya no se trata de juegos ni tampoco de brujas: algo aterrador flota aún dentro de una casa perdida en la mitad del bosque donde su anterior dueño, John Grady, secuestró y asesinó a varios niños. Años después, el padre de una de las víctimas, que compró la casa como una suerte de recordatorio para asegurarse de que nadie olvidara los crímenes que allí se cometieron, encuentra en el buzón de la casa la foto de una niña desconocida y teme que la historia se repita. Allí entrará en escena el detective Charlie Parker, protagonista de toda una saga de novelas de Connolly, que esta vez, con la sensación de “esto ya lo viví”, deberá evitar que lo que ya sucedió vuelva a ocurrir. Pero en la casa algo se agita. Y, por desgracia, no es solamente el viento.
El laberinto del terror
“¿Por qué tanto miedo? O mejor: ¿cómo tanto miedo? O más precisamente: ¿por qué, cómo y qué hago con todo este miedo que hay en mí?” Con estas preguntas, Ana Prieto aborda en su libro Pánico un fenómeno cada vez más común como aparentemente inexplicable que se ensaña con el cuerpo y que, mientras dura, instala una certeza: que la muerte es inminente. Con las herramientas de la crónica periodística pero también en clave autobiográfica, Prieto reflexiona sobre esa irrupción del miedo irracional que hoy es diagnosticada como “ataque de pánico” y sigue las historias de distintas personas que lo padecen o padecieron. Porque quien alguna vez pasó por algo así teme que le vuelva a pasar.
Y es de los peores déjà vu que alguien puede tener: saber que, sin buscarlo, se ingresó en ese estado de terror, intentar salir de ahí y no poder, obsesionarse con que se pase –con la sensación de que en diez minutos llega la muerte segura– mientras las manos cosquillean o se agarrotan, el corazón se desboca o, como dice una de las entrevistadas, la sangre está en fuga. Además de los detalles y disparadores de cada uno de los casos que investiga, tan disímiles entre sí pero que resultan en experiencias igualmente desesperantes, la autora también indaga sobre el pánico en los mitos clásicos, la historia, la medicina y la psicología. La salida del laberinto, no obstante, es provisoria: el miedo siempre puede tenernos de rehén. Porque, como dice Prieto: “La angustia es propia de los hombres. El daño imaginario también”.