Asquerositos hubo siempre

 

Morbo necrofílico, alcoholismo, escatología y mucho, pero mucho sexo. A lo largo de la historia, hubo escritores famosos que no se privaron de nada. Sus virtudes literarias son indiscutibles; sus vicios… bueno, quizá no tanto.

Si Lord Byron viviera sería amigo de Tiger Woods. O al menos se ganaría el mismo mote que supo estrenar el golfista: un “adicto al sexo”, esa nueva nomenclatura que regula los placeres y sus supuestos excesos. Entre otros detalles, el currículum del gran poeta inglés del romanticismo presume que durante un solo año en Venecia supo dormir con más de 250 mujeres (sin contar a los varones, que también estaban entre sus conquistas). Por algo uno de sus poemas más conocidos fue, precisamente, Don Juan Pero además, tenía la costumbre de recordar a sus amantes con una reliquia curiosa: cortaba un poco de su vello púbico y lo guardaba en un sobre rotulado con su nombre. Los sobres-fetiche fueron encontrados en los 80 y hoy integran los archivos de la editorial de Byron, engrosando un inventario tan excéntrico como impensable.

Por su parte, podría parecer exagerado afirmar que James Joyce, quizá el más famoso entre los escritores irlandeses, era adicto a las flatulencias de su esposa, Nora. Pero de la lectura de sus cartas íntimas, absolutamente explícitas en lo que a sus gustos se refiere, surge que tenía más que un interés pasajero en ellas. Sus misivas, en las que –entre otros epítetos– la llama “Nora, pedorra, mi sucia pajarita folladora”, no dejan mucho librado a la imaginación: “Creo que podría reconocer los gases de Nora en cualquier lugar, incluso en un cuarto repleto de mujeres flatulentas. Es un ruido mucho más juvenil, que en nada se parece a los vientos húmedos que deben tener las esposas gordas. Es más repentino y seco y sucio, como el que imagino haría para divertirse una muchacha desnuda en el dormitorio de la escuela por la noche”.

Y si la escatología era el placer oculto del autor del Ulises, el inglés Charles Dickens sentía una particular atracción por el depósito de cadáveres. “Me siento arrastrado por la fuerza invisible a la morgue”, admitía el propio escritor al describir el impulso que lo llevaba a quedarse días enteros entre bolsas con cuerpos sin pulso y etiquetas en los pies. Él lo llamaba “la atracción de la repulsión”, la definición exacta del morbo, el acto de complacerse con lo desagradable. Seducción y repugnancia en un mismo movimiento, ese que lo incitaba a ser un inofensivo voyeurista de la muerte. Algunas de sus grandes obras dan cuenta de este vicio fúnebre (por ejemplo, el niño protagonista de Oliver Twist se convierte en aprendiz del enterrador) y siguen siendo de los clásicos más reeditados, adaptados al cine e incluso parodiados.

De hecho, un capítulo de la serie animada South Park aggiorna de modo algo brutal su opus Grandes esperanzas, narrado nada menos que por el protagonista de La naranja mecánica de Stanley Kubrick (uno que, en la piel de aquel personaje, sí que se interesaba por los cadáveres).

La barra de las barras

Después de este inventario de costumbres exóticas, escritores con vicios como las drogas o el alcohol podrían quedar como meros pacatos sin imaginación, aburridos sin remedio. Y aunque la lista de narradores notables que fueron alcohólicos perdidos es más que abundante, uno de los más renombrados fue Francis Scott Fitzgerald. Conocido en los años 20 por su resistencia al heavy drinking –que encontraba en su esposa Zelda a su aliada perfecta– hizo del jazz, la sordidez y la ginebra sus tópicos literarios y sus compañeros íntimos (algunos de sus mejores cuentos están compilados en El precio era alto, editado por Eterna Cadencia). Tenía apenas 44 años cuando el alcohol le pasó factura y falleció en 1940 de un ataque cardíaco.

Su gran amigo Ernest Hemingway, que lo sobrevivió un par de décadas, también fue un alcohólico confeso, y sus borracheras se fueron haciendo tan famosas como sus libros. De hecho, no sólo son célebres sus contribuciones literarias sino también sus aportes a la cultura etílica. Al autor de Adiós a las armas y El viejo y el mar se le atribuye el invento de varios tragos, entre ellos el daiquiri y el mojito, gracias al cual ganó fama internacional el bar El Floridita en La Habana, Cuba, donde pasó buena parte de sus días acodado a la barra.

Dorothy Parker

 

 

Y por último, la norteamericana Dorothy Parker, tan conocida por su talento y humorsarcástico como por su dependencia al alcohol, sus intentos de suicidio y sus tres matrimonios (dos con el mismo hombre), supo entregarse a sus licencias tanto como a su literatura, y la última salió ganando. En la Argentina se consigue actualmente su Narrativa completa, reeditada por Debolsillo, indispensable para entender con ironía la situación de la mujer en la segunda mitad del siglo XX. Claro que quizás a tanto ingenio no le correspondiera una igual dosis de cordura, sino más bien de Jack Daniel’s.

Fue una poeta, cuentista, dramaturga, crítica teatral, humorista y guionista estadounidense. Su título más conocido es Big Blonde (La gran rubia).

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