El maestro del soul erótico

Barry White tuvo un éxito descomunal cantando “te quiero, nena, te quiero” de quichicientas maneras diferentes con una voz grave y sensual que incitaba al amor o, al menos, a irse a la cama. Hoy, un merecido recuerdo al negro más querendón.

 

Hay discos que fueron fundacionales para muchas cosas: para un movimiento, para un estilo, para una cultura, para una movida, para lo que se les ocurra. Hay obras que han sido iniciáticas y por eso sólo ya tienen ganado su lugar en el cielo de las obras maestras.

Así como The Dark Side of the Moon marcó el comienzo de la socialización del rock sinfónico, Never Mind the Bollocks, de los Sex Pistols, dio entidad a la revolución punk de fines de los 70, o Saturday Night Fever, el soundtrack de la película de Travolta fue el cénit, y por ende el comienzo del ocaso de la música disco (¡por fin!), así Stone Gon, de Barry White, fue el disparador de todo lo que vino después respecto de la música para coger. En los Estados Unidos lo llamaban bedroom soul en las revistas y hot buttered soul en las calles. Eran canciones para eso, generadas desde el sexo para tener sexo placentero por lo menos auditivamente.

 

Recordemos que por esos años, estoy hablando de mediados de los 70 (no existía el sida y lo peor que te podía ocurrir, si te pasabas de promiscuo, se curaba con unos días de penicilina), la aparición de estos estilos eran muy festejada por los jóvenes y muy criticada por los mayores y el establishment pacato que tenía miedo de perder sus valores de tradición, familia y propiedad.

 

La música de Barry White se ponía en los bailes adolescentes, en las discotecas, boîtes y en las reuniones de parejas para lo mismo que se ponía en los telos caros, para intercambiar fluidos en una atmósfera adecuada. Si no en el momento, a la brevedad.

 

Recuerdo mis noches de disc jockey de discotecas y a mis amigos acercándose a la cabina para ver cuánto tiempo tenían antes de la tanda de música lenta, que se bailaba abrazando a la chica de turno. Una vez envueltos en el suave fragor de la danza narcótica, recuerdo las escenas desesperadas de mis amigos para que pusiera uno de Barry White, que además de ser geniales y fáciles de bailar acompañados tenían la ventaja de ser larguísimos. Eran tiempos en los que los temas de difusión tampoco existían, como el sida, así que una canción de siete minutos era habitual en cualquier lado, hasta en las discos y en las radios. Nunca entendí por qué, capaz que la gente tenía más tiempo o los disc jockeys mejor gusto. Vaya uno a saber.

 

El segundo fue lo más

 

Lo que nos ocupa hoy, entonces, es el segundo disco de Barry White como songwriter y crooner, si bien ya había sido número uno con el primero de The Love Unlimited Orchestra en su faceta de director musical y compositor. Antes, incluso, había sido número uno como productor de un dúo pedorrísimo que se llamaba Bob & Earl, que se las arregló para tener su cuarto de hora con “Harlem Shuffle”, canción que en los 80 rescataron los Stones en su también horrible Dirty Work y acá cantaron Los Pericos. Bueno, esa canción estaba producida por un jovencísimo Barry White, recién salido de la cárcel, sitio donde pasó unas temporadas debido a su afición por robar autos caros, pasión heredada de su hermano, que murió en la cárcel después de reventar una joyería en un mall de Los Ángeles. O sea, eran un par de negros jodidos, pero el menor tenía una voz y un oído que lo salvó de la cochambre a la que estaba destinado.

 

 

OK, Barry comenzó su carrera solista en el 72 con un álbum que se llamó I’ve Got So Much to Give, por si quedan dudas de sus intenciones, en castellano se llamó Tengo mucho para dar. Si bien por acá no se editó en su momento, sí apareció el simple. Y aclaro para los que tengan menos de 35, que en el siglo pasado estaban los long plays, que eran el álbum completo, y estaban los simples, que eran vinilos de unos 30 centímetros de diámetro y constaban de una canción de cada lado. Obviamente eran mucho más baratos que los long plays y ocupaban menos espacio, así que he conocido personas que sólo compraban discos simples. Vamos, que boludos con mal gusto hubo siempre. Obviamente con un simple era más difícil errar el tiro. Bueno, esas son otras discusiones.  

 

La cuestión que acá había salido el simple de I’ve Got So Much to Give que se llamaba “I’m Gonna Love You Just a Little More, Baby”, que se tradujo como “Voy a amarte sólo un poco más, nena” y rápidamente se propagó como un reguero de pólvora por radios y discotecas, que era donde se difundía la música más moderna. Así que no bien apareció el segundo disco de White, la noche de Buenos Aires cambió el groove y se puso más cachonda. Ese disco era Stone Gon, para mí el punto más alto de Barry White, y el disco de Barry que más soporta el paso del tiempo. Apenas cinco canciones repartidas en algo menos de 40 minutos calientes y hermosos, según mi amigo Pepe Monje, lo que debe durar un buen disco y un buen polvo. Otra discusión apartada de esta. Pero Barry, que no hacía discos largos nunca, hacía temas largos siempre. I’ve Got So Much to Give duraba 36 minutos.

 

Cómo te quiero, baby


Barry White había arrancado bien, pero con Stone Gon tiró munición pesada. Si bien había antecedentes de música diseñada para ponerla, hablando mal y pronto, como el genial Isaac Hayes o Teddy Pendergrass, Stone Gon se lleva las palmas porque su temática era conceptual, como I Want You, de Marvin Gaye, su contemporáneo. Nada estaba disfrazado aquí, no hay metáfora ni solapas, la lista de temas da cuenta de ello.

 

El comienzo es con “Girl It’s True, Yes I’ll Always Love You” (“Nena es verdad, te amaré por siempre”), nueve minutos de introducción de piano y voz que, en un ratito, empieza a sumar la banda y toma un groove insuperable. La letra es brillantemente obvia: “Te amo, siempre estaré sintiendo tu calor, creéme que jamás otro hombre te amará como yo” y demás frases hechas susurradas por esa voz inconfundible y única, que canta y habla sin cambiar el color. Después llega “Honey Please , Can’t ya see” (“Dulzura por favor, ¿no te das cuenta?”) que es el más rítmico de toda la placa y es el que se bailaba cuando, después de la intro de nueve minutos donde le prometió amor eterno, llega la algarabía de la previa y bailamos y tomamos algo y demás, para después entrar en el más básico “You’re My Baby” que empieza diciendo “Sit down baby, I’ve got a problem, a real problem, I miss u girl, uh baby I miss U”, y así otros nueve minutos convenciéndola de lo bueno que va a ser estar juntos. Digamos que los veo en el balcón, copa en mano, y él casi sufriendo el amor que ella le genera. Un grande. De ahí pasamos a “Hard to Believe That I Found You” (“Difícil creer que te encontré”), donde ya habla de nosotros todo el tiempo, y de lo bien que lo pasa, el amor entre nosotros, todo eso del deseo incontrolable y cómo me gustás, y cuánto te necesito, y las cosas que me hacés sentir, y qué fuerte me siento con vos al lado. Así siete minutos para llegar al final con “Never Never Gonna Give Ya Up” (“Nunca, nunca te abandonaré”) que empieza con un orgasmo de 45 segundos, por si quedaba alguna duda de adonde iba a parar esto. Y el mejor tema del disco, una ópera de ocho minutos a todo amor. Una canción casi perfecta para sumar a una noche casi ideal. 

 

No hay mucho más que pedirle a un disco, sólo esto a veces. Ser la banda de sonido adecuada para un gran momento, condimento indispensable para hacer algo inolvidable. Buenas tardes, ¿el baño por ahí, no? Gracias.

 

 

 

 

 

 

 

 

 




No bien apareció Stone Gon, el segundo disco de Barry, la noche de Buenos Aires cambió el groove y se puso más cachondo.

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