Fito Páez, 30 años después del amor: una vida fuera de serie

Treinta años después del amor y a la espera de la reversión del disco argentino más vendido de la historia, la reciente biopic de Netflix confirma lo que ya sabíamos: el rosarino transformó su dolor en arte y trascendió a generaciones con su música. Un viaje al pasado para entender la génesis de su legado.

Si la vida es una rueda mágica, no queda otra que tirarte al centro; es imposible meterle mano a un aro de fuego sin quemarte los dedos. Sumar datos, acumular giras, discos, estadios repletos, el Colón lleno de chicas y chinos fumados en Madrid, los domingos en el club, las meriendas con el Capitán. Una tragedia que no se puede nombrar, el olor dulce de las disquerías, varios gritos, un vestido y un amor, diez dedos largos y flacos. Los premios, la serie, los pibes que lloran por algo que no vivirán.

Si la fitoterapia se hace a base de plantas, la fitomanía funciona a base de recuerdos, es hija de una nostalgia fantasma donde construís tus propias memorias. Sacás, ponés, borrás, editás, te dejás llevar. Esta no es una biografía de Fito Páez ni una reseña de la serie que vio todo el mundo; mucho menos un debate en el que analizamos si funciona la mímesis o falla el verosímil. A veces no hay nada más verdadero que la ficción, esa mentira que le contás a tu analista dice más de vos que todas las fotos de tu familia. 

Que la verdad nunca nos impida contar una buena historia; Fito Páez tiene una vida de serie con segunda temporada incluida y cuatro generaciones frente a la tele, la tablet, el celular, los pañuelos de papel. 

Flaco narigón que toca de espaldas, megaestrella adorada por las masas, poeta inasible, hacedor de hits comerciales, músico indie, rey de las discográficas, habitante de la casa de Estomba y del Palacio Saint, puteador de votantes porteños, receptor de homenajes oficiales. En algún punto, Fito nos conmueve porque somos todos lidiando con nuestras propias cal y arena. El cheque o el prestigio, el amor y la furia. 

SE PROYECTA LA VIDA

Si googleás El amor después del amor, el primer resultado que arroja el buscador es la serie de televisión. Parece mentira que después de un disco que cambió la historia de la música argentina, de una gira memorable y de esos shows sold out por los 30 años, la primera referencia sea Netflix, aunque no tanto. Que la verdad nunca nos impida contar una buena historia; Fito Páez tiene una vida de serie con segunda temporada incluida y cuatro generaciones frente a la tele, la tablet, el celular, los pañuelos de papel. Rebobinando el casete TDK con una birome, puteando porque se gastó la cinta de tanto darle auto-reverse. Volveré y seré millones de reproducciones.

El gran truco es que no hay truco. La vida de Fito se cuenta, a lo sumo, en dos tiempos, con un guion inteligente, alejado de soporíferas retenciones revisionistas y uno de los mejores castings de la industria nacional. Todos los actores fueron por lugares distintos para encontrar a su personaje: Micaela Riera es una Fabiana Cantilo perfecta, exacta, salvaje, un “estás igual” cantado, con banda propia y con coro también. El niño Gaspar Offenhenden entrega a un mini-Fito precioso. La grandeza de Campi interpretando al padre sorprende a los que nunca vieron las películas de Raúl Perrone. Andy Chango hace de Charly; Julián Kartun, del Flaco Spinetta; Joaquín Baglietto, de su viejo, Juan Carlos; nada de eso podía fallar.

El desafío monumental era ser Fito, y ahí está la pegada: Iván Hochman lo encarna desde adentro. No imita su voz, tampoco copia sus gestos: actúa. Lo pasa por el cuerpo, lo tamiza y, sin embargo, te lo presenta con todos sus grumos.

El desafío monumental era ser Fito, y ahí está la pegada: Iván Hochman lo encarna desde adentro. No imita su voz, tampoco copia sus gestos: actúa. Lo pasa por el cuerpo, lo tamiza y, sin embargo, te lo presenta con todos sus grumos. Se dio cuenta de algo: Fito está en todos lados y en ninguno, vive de distinta manera en cada uno de nosotros. Forma parte de nuestra adolescencia, de la juventud, de la madurez y también de un presente que mira siempre hacia atrás buscando una señal.

¿Todos los hechos son reales? La pregunta es: ¿a quién le importa? Si te sacuden, son verdaderos. Aunque estén romantizados, novelados, streameados. Hay algo que todavía la maquinaria de la industria no puede producir: aún no encontraron el algoritmo que logre que el público te quiera. Podemos esbozar mil teorías y llamar a una troupe de filósofos y sociólogos para que expliquen este circo beat, pero sería en vano porque eso se da o no. Y esta vez pasó: fue amor.

AL LADO DEL CAMINO

A Fito Páez siempre le gustó estar al lado del camino. Qué sucedió, cómo y con quién es el gran tema. Pateó las calles de Rosario inflamadas de mosquitos, razzias y poesía; sintió en sus manos el peso de todos los vinilos que su papá le compró los sábados; practicó en el piano prohibido, ese que se cerró cuando murió su madre y Fito tenía ocho meses de vida.

Cuando nació, a su mamá no le sacaron bien la placenta, lo que le generó una mola maligna, una masa de células que se convirtieron en tumor. “Fue cuestión de meses”, le dijo Fito a Leila Guerriero en un extenso perfil de la revista Gatopardo. “A la vez, la mola tiene un efecto de embarazo, pero ella se sentía cada vez peor. Le estaba creciendo un alien, que no es un ser. Era una masa celular horrorosa.” Si del almohadón de plumas que alguna vez imaginó Horacio Quiroga solo nació el horror, de esa concertista de piano surgió el pibe que iba a cambiar el rock haciendo besar su música con el folklore, el tango y el jazz. Beso en la boca, de frente, a todo o nada.

Para salvarse de la colimba, se hizo sacar todas las muelas en un consultorio de Córdoba y Billinghurst que hacía muchas extracciones y pocas preguntas; se arrodilló ante Charly y enamoró a su chica; triunfó en el Luna Park y enterró a su viejo un par de meses más tarde. Fito cuenta que cuando llegó al hospital y lo abrazó, a pesar de estar en un coma profundo, el cuerpo de su papá se estremeció y él pudo ver cómo rodaba una lágrima por su mejilla; elige creer en algo físico que trascendió lo inevitable.

Se hizo sacar todas las muelas en un consultorio de Córdoba y Billinghurst para salvarse de la colimba; se arrodilló ante Charly y enamoró a su chica; triunfó en el Luna Park y enterró a su viejo un par de meses más tarde.

La muerte lo persiguió más que la policía y alcanzó también a su abuela Belia, su tía abuela Pepa y su empleada Fermina. Fue en la casa familiar de la calle Balcarce, aquella en la que se había criado en Rosario. En la pared colgaba un cuadro con una frase del Martín Fierro: “Nadie sabe en qué rincón se oculta el que es su enemigo”. El autor de esa masacre había estudiado en el Dante Alighieri, el mismo colegio que cobijó a Fito. Esa advertencia era el oráculo de Tebas, y a Fito, como a Edipo, le arrancaron los ojos.

“Mi padre me lo puso en la cara desde chico, íbamos a visitar la tumba de mi madre dos veces por semana, creo que eso fue sano. La muerte le da estatura a todo. Me gusta beber con los amigos, la fiesta pagana. Hay algo derivado de mi madre ahí, en los excesos está el ataúd, el llamado de ella, en mi fantasía me llama”, le dijo Fito a Guerriero, y recordó cómo ese fantasma arrasó con lo que quedaba de su relación con Cecilia Roth mientras filmaron su película Vidas robadas.

Tiene un hijo al que llamó Martín, como (Hache), la película que protagonizó Cecilia dirigida por Adolfo Aristarain, y una hija con Romina Ricci llamada Margarita, como su madre. Quiso ser un escritor independiente y terminó publicando su biografía en Planeta, la editorial más grande de habla hispana. Nunca compró una casa hasta que se mudó al exclusivo edificio de plaza San Martín. El Palacio Saint se llama así porque fue propiedad de Saint, el dueño de Chocolates Águila. Allí recibió al elenco de El amor después del amor. Después de un rato tomando el té, les dijo: “Tengo que irme. Yo me voy pero ustedes se quedan”, y les dejó la casa sola para ellos. Como aquella esquina de la calle Estomba donde se hablaba con Fabi Cantilo de balcón a balcón.

DOS EN LA CIUDAD

Las madres y los padres llevan a sus hijos a sus recitales, hoy también se juntan para ver su show por Flow y la serie en Netflix, porque sus canciones son un simulacro de diálogo generacional. Hoy todos hablan de Fito: algunos añoran esos tiempos donde la vida era puro futuro y otros fantasean con décadas en las que cambiar el mundo parecía posible. El replicante de Blade Runner diría que todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Hoy la ciudad es otra.

 
Nunca compró una casa hasta que se mudó al exclusivo edificio de plaza San Martín. Allí recibió al elenco de El amor después del amor. Después de un rato tomando el té, les dijo: “Tengo que irme. Yo me voy pero ustedes se quedan”, y les dejó la casa sola para ellos. 

Yo también he visto cosas que ustedes nunca hubieran podido imaginar, naves de combate en llamas en el hombro de Orión y relámpagos resplandeciendo en la oscuridad cerca de las Puertas de Tannhäuser. Vi a un pibe que nunca aprendió a leer una partitura pero transformó a generaciones con su música. Conocí a un muchacho que se tragó todos los libros, los discos, los vicios, los amores y que corrió por la calle Corrientes para ver una película de Almodóvar tras otra hasta quedarse con su chica más hermosa. Lo oí gritarles a sus músicos, agradecerle a su público, rebelarse, aburguesarse, excederse y volver. ¿Cómo no emocionarse cuando todas las canciones hablan de nosotros, de lo que fuimos, de lo que somos y de lo que seremos? En esta puta ciudad, es hora de vivir.

Fotos: Sebastián Arpesella

Agradecimientos: Jimena Arce

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