Carlos Panighetti, charcutero gourmet: “Hay que volver a educar el paladar y entender lo que estamos comiendo”

Desde Tandil, él y su familia llevan adelante una de las empresas de chacinados más renombradas de la Argentina, caracterizada por el uso de materia prima de excepción y un espíritu artesanal que la guía desde los comienzos.

“Es para escribir una novela”, dice Carlos Panighetti, ya relajado luego de una ardua jornada de trabajo en Cabaña Las Dinas. El Parque Industrial de Tandil, a un costado de la ruta nacional 226, alberga hace 12 años esta híper tecnologizada fábrica de chacinados premium, sede fabril de una empresa nacida hace casi cuatro décadas y que con más de medio centenar de productos honra con creces el espíritu artesanal de elaboración que la guía desde los comienzos.

Y a esos tiempos se remonta Carlos cuando refiere que la historia de Las Dinas merece un libro. “La empresa fue creada en 1983 por mi papá, Carlos, que hoy está retirado en lo operativo, pero no desde lo estratégico. Él y mi vieja son sociólogos y se vinieron a vivir a Tandil a principios de los 80. Compraron una chacra de 32 hectáreas, ubicada a 6 km del centro de la ciudad. ¿Qué pasaba? Para unidad económica de la provincia de Buenos Aires era muy chica, y para quinta era enorme”, relata el hombre de 49 años.

“Entonces, pusieron un criadero intensivo y una cabaña de cerdos. A partir de 1983 nace Cabaña Las Dinas como fábrica de chacinados, donde empezamos a elaborar parte de los cerdos producidos. En el año 92 el criadero se cierra y seguimos solamente con la fábrica de chacinados. En el 98 usamos el campo para hacer un camping y luego un complejo de cabañas. La fábrica estaba pegada a mi casa paterna; en diciembre van a hacer 12 años que nos mudamos al parque industrial”.

Un paso a paso metido en un entramado típico de empresa familiar. “Nosotros somos ocho hermanos, de los cuales cinco trabajamos juntos. Acá lo hacemos tres de nosotros; después, tenemos el complejo de cabañas, donde están mis papás con otro de mis hermanos; y una hermana nuestra se encarga de los dos locales que tenemos en Martínez y San Isidro. Hay tres hermanas que no participan, aunque todos somos socios”, detalla.

EN PRODUCCIÓN

Antes de que Carlos guíe una recorrida por la planta, habla de números y de esa impronta artesanal que la empresa mantiene aun en la tecnologización. Un despliegue de maquinarias y de ámbitos que respetan a rajatabla las normas sanitarias y trazan un recorrido del producto que evita los entrecruzamientos. “Nosotros producimos 40 mil kilos por mes. A mí me parece una barbaridad, pero colegas vecinos producen millones de kilos"

"Son frigoríficos de primera línea que elaboran en una mañana lo que nosotros en un mes. Pero lo que tiene de particular nuestra empresa es que no vas a encontrar otra con un volumen productivo como el nuestro, con todos los permisos sanitarios perfectos y una tecnificación súper interesante. Y eso en realidad es algo que no sucede en el mercado: los que están tecnificados como lo estamos nosotros por lo general no soportan la tentación de la adulteración o la ruptura de la artesanía”. Clarísimo.

Y sigue: “En este trabajo, lo comercial está bajo el amparo de lo sanitario; digamos que yo por más que quiera no podría vender donde el amparo sanitario no me lo permite; funciona así: vos tenés un ejido municipal, un ejido provincial y un ejido nacional, y de acuerdo al permiso sanitario que vas adquiriendo, podés ampliar tus fronteras comerciales. El año pasado sacamos Senasa. Así que no hay muchas empresas con 40 mil kilos de producción, ¡Y que tenga los papeles legales para llegar a cualquier punto de la patria realmente! Hay provincias a las que todavía no llegamos porque no somos unos desaforados. Vamos creciendo como podemos, impulsando un poco la venta naturalmente”.

En cuanto a la provisión de materia prima, Panighetti informa que hoy se abastecen con distintos frigoríficos. “Nosotros dejamos de criar: al principio nos iba mal con el criadero —igual que a muchos colegas— y hacíamos invernadas con cachorros chicos o capones jóvenes de 50/60 kilos que comprábamos y después faenábamos; después comprábamos capones en la región. Y más tarde lo que nos pasó fue que no integrábamos bien la media res del cerdo, lo cual hacía que no nos dieran los costos. Entonces ahí empezamos a comprar cortes directamente a diferentes productores”.

Aprovecha, y, de paso, da una lección sobre la calidad de los animales y la universalización de un modelo genético. “El chancho —salvo en España u otros lugares donde se utilizan animales especiales con los que se hacen productos que son como joyitas— es casi como un commodity en el mundo, y no solamente desde el punto de vista de la materia prima sino desde la genética dominante, que con mayor o menor éxito está desparramada por todo el mundo. Entonces, la calidad del cerdo va a ser óptima en cualquier lado. Pueden cambiar algunas características de los animales por el tema de la alimentación, pero son bastante similares. Después, lo que sí tenés son genéticas diferentes: algunas son más formadores de masa muscular, o de proteínas, o de grasa, o con respuestas distintas al clima; pero la media es la media”.

INDUSTRIAL VS. ARTESANAL

Ok, el subtítulo ya marca una disputa. Pero para Paniguetthi no se trata de una compulsa sino que es cuestión de que el trabajo se haga —o no— como corresponde. “La dicotomía entre industrial y artesanal no existe” —se planta—; “lo que sí existe es el artesano bueno y el artesano malo. Y hay diferencia entre uno que hace las cosas supuestamente de modo artesanal (sin controles, despreocupado) y aquel que cubre todos los aspectos valiéndose de la tecnología. No hay malos instrumentos, hay malos instrumentadores”.

Y pone un ejemplo práctico: “Mirá lo que me pasa a mí: yo tengo un montón de amigos que todos los años vienen y me dicen: ‘Tomá, comete un salame como Dios manda’. Y yo, de cada diez salames que me dan pruebo dos, que son justamente a los que sé que se les hicieron análisis. Eso pasa en todos lados, y hay que tener cuidado. Pero yo puedo decir esto porque eduqué mi paladar y soy exigente, y la exigencia desde el consumidor no es algo común".

"En eso estamos al límite de la estupidez: a veces el consumidor no solo necesita que le digan qué es bueno y qué es malo sino también qué es rico y qué es feo. Tenemos tan poca formación, y estamos tan poco preocupados por lo que comemos, que no queremos usar nuestro criterio para nada. Queremos que todo nos lo baje el Estado. Y sumemos el tema tributario: no es lo mismo hacer algo sin pagar nada que cumpliendo con todos los impuestos”.

Hay tipos que hacen jamón de Parma en Italia con el mismo método hace 100 años y lo venden a todos los mercados del mundo. Y seguramente va a venir uno a decir: ‘Y, pero el método no es artesanal’. El tipo va a tener derecho a decirle: ‘Escuchame, flaco, mi familia lleva 3 mil años haciendo el jamón así’".

"Pero aparte son tipos que, basados en lo que les enseñó su abuelo, diseñaron maquinas, perfeccionaron el método para que el mejor jamón de la historia siempre salga igual. ¿Cómo le van a venir a decir que porque tiene una máquina que pesa la sal perfecta y que mide parámetros con exactitud la cosa deja de ser artesanal? Hay que entender bien que la tecnología es una herramienta, y, depende cómo sea el corazón del artesano que la utiliza, se va a usar bien o se va a usar mal”.

“Todo esto se suma a que hay una divulgación berreta, de mala calidad, en la cual te ponen dicotomías que no son válidas. Porque después está el consumidor que va a la fiambrería y ve que hay dos jamones, uno que vale 100 pesos y otro que cuesta 1,20. Le pregunta al vendedor: ‘¿Este de 1,20 es bueno?’ Y el tipo le contesta: ‘Siii, es igual que el otro’.

"¡No existe el hada mágica del jamón crudo, entendámoslo! Y tampoco está la excusa de que hay que llevar el más barato ‘porque es para una tarta’. Yo tengo unos cuñados franceses, y los tipos hacen un culto de la comida; pero no esnob, es un culto intelectual. Los tipos saben comer. Saben las recetas, los orígenes de la comida. Esos no te comen ese jamón ni regalado, no hipotecan su paladar”.

“Fijate lo de la carne: pagamos terneza y no sabor. Hay países donde se vanaglorian de matar bueyes que tiene 11 años, de madurar su carne, y es porque privilegian el sabor, la cultura de la cocción. Eso para mi es parte de todo este universo de pensar en la supuesta dicotomía que hay entre lo comercial y lo artesanal”.

UNA FÁBRICA EJEMPLAR

Cofia, delantal, protectores de calzado, barbijos. El kit de protección que provee Carlos prologa una recorrida por la fábrica, que debe realizarse sí o sí una vez terminada la jornada laboral. Condición sine qua non que se suma a una regla de oro: no tocar.  Paniguetti nos guía por un mundo de máquinas de última generación: mezcladoras, picadoras, elaboradoras de chorizos, hornos de cocción, ahumadores, secadoras, todos en su propio ámbito.

Vemos porchettas, pancetas, salamines y chorizos de todos los estilos, bondiolas, mortadelas, jamones, patas, todos en su cámara correspondiente y en la instancia de estacionamiento indicada. Un itinerario que va siempre hacia delante, evitando todo tipo de contaminación cruzada. El hombre se toma todo el tiempo del mundo para contarnos cómo se elaboran los productos, para qué sirve y cómo funciona cada máquina.

Escuchándolo, se comprende su pasión por las cosas bien hechas y también la capacidad de análisis que, desde su corazón de charcutero, abre el panorama a algo mucho más amplio: la mesa de los argentinos. “Nosotros perdimos el arte de comer, aunque creo que en ese sentido se está volviendo a un origen. Mirá, yo estoy desde los 12 años al lado de mi papá haciendo esto, y la verdad es que vemos una mejora enorme en los últimos años”.

“Y nosotros estábamos en la gatera, esperando este momento de valorizar el producto bueno y bien hecho, y lo estamos disfrutando. Como que estábamos listos y nos abrieron las puertas. Está para capitalizarlo, y sobre todo desde la formación de los paladares. Hay que volver a educarlos y entender lo que uno está comiendo”.

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