Manu Ginóbili: anillos, triples, medallas y murciélagos, la vida detrás del más humano de los superhéroes

Aunque se retiró oficialmente del básquet profesional en 2018, el legado del bahiense continúa hasta el día de hoy. Tanto es así que acaba de ingresar al Salón de la Fama de la NBA, convirtiéndose en el primer argentino de la historia en recibir esta distinción.

Ahora mismo hay compatriotas, llevados por la euforia de que Manu acaba de ingresar en el Salón de la Fama, diciendo que estamos ante el mejor deportista argentino de la historia.

Calma. 

En un país que alguna vez tuvo al mejor automovilista del mundo, que tuvo al mejor boxeador y al mejor tenista, que tuvo a la mejor jugadora de hockey y tendrá siempre al mejor polista y que, sobre todo, del deporte más popular del planeta, tiene a los dos mejores de la historia, cualquier tesis que concluya con Ginóbili tan arriba es un delirio.

La confusión colectiva puede ser tal que un día arrastra hasta a Messi, que consultado en caliente y pasado de cordialidad le dice a un periodista que es un orgullo escuchar que Ginóbili es el Messi, el él, del básquet. Que en todo caso deberían decir al revés, que él es el Manu del fútbol.

Como es el día de Ginóbili, que tiene su ceremonia y nos saluda a todos desde adentro de un saco color mandarina, detrás de un atril de oro, arriba de un escenario de platino y en vivo desde Springfield, Massachusetts. El elogio demagógico de Messi se reproduce en la cuenta oficial de los Spurs y enseguida es levantado por el CM de Olé, que contagia al de Crónica, que contagia al de Infobae, que contagia al de un portal de una radio tucumana, y de pronto la ocurrencia del 10 sobre el 20 es la noticia más leída del día, pero nadie se puso a pensar que el que la dice es el mejor futbolista del mundo hace quince años, todos los años, y que aquel sobre quien la dice no fue el mejor del mundo en lo suyo ni siquiera una vez. Todo pelota, podrá excusarse el país, sobre todo si es un país tan dado a la excitación y a la distorsión de precios como el nuestro.

En el hemisferio opuesto, la ceremonia que nombró por la promoción de 2022 a trece personalidades, entre ex jugadores de la NBA, ex jugadoras de la WNBA, entrenadores y árbitros, y que incluyó a Manu como el vigésimo segundo internacional en sumarse al honor, es la ceremonia de una sociedad, la estadounidense, dada a los cócteles y a las corbatas, a los clips recopilatorios y a los discursos, al reconocimiento de los padres vivos y a la evocación de los muertos.

Todo enmarcado por protocolos que ordenan la convicción irrevocable de que los homenajes se hacen en vida y se les destina el presupuesto que haga falta y se televisan, para que los que sobresalgan de la comunidad y alumbren el futuro sean en el presente los que caminen a la par del resto que los admira y les imita sus conductas. 

Grande entre los grandes

Dicho de otro modo: que esa premiación, el último episodio del documental de esta serie que es la vida pública, intermitente pero firme, de Manu Ginóbili, no altera ninguno de sus logros deportivos ni ensancha a quien será, como mucho, uno de los cien mejores jugadores de la historia de la liga más importante del mundo. Un error tolerable y sudamericano en un universo de atletas negros. Y que esa distinción, a su vez, propone que en ese cuerpo blanco y virgen de tatuajes, narigón y ya rendido a la calvicie hay algo para admirar.

En esa afeitada entre rea y distinguida y esas remeras simplotas que podrían ser de Prada pero también de H&M, que no le agregan nada a su silueta austera, ni siquiera muy entallada, ni envuelta en telas oversize, ni decorada por cadenas, hay una piel virtuosa, unas articulaciones fascinantes, una máquina de sangre capaz de mil hazañas.

De Bahía al mundo

Lo que hay, primero, es lo que hay en todas las vidas: una línea punteada. Lo segundo, que en el caso de los deportistas de alto rendimiento es un denominador común, es que la línea punteada va hacia arriba. Su vida es una evolución: una semilla que brota para ser tal cosa, olvidable como la mayoría de las vidas, y de pronto es más de lo que se esperaba y germina en tierras ajenas y se cosecha en las páginas web del mundo.

Emanuel Ginóbili nació en Bahía Blanca, y qué hay peor que el viento, el tercer varón de una familia en que el básquet era moneda corriente, y qué hay peor que la expectativa, que ser la tercera chance cuando se promete tanto que la tercera es la vencida y nunca es verdad. 

De ahí para adelante: descendió con Bahiense del Norte, estrenó la mayoría de edad debutando en la Liga Nacional con Andino de La Rioja, volvió a su ciudad a jugar en Estudiantes y una noche le hizo 41 puntos a su ex club, una tarde perdió contra sus dos hermanos pero se dio cuenta de que él era el mejor, se fue a jugar a Italia y fue figura de dos equipos, debutó en la Selección nacional, le ganó a Estados Unidos en el Mundial de Indianápolis, fue contratado por San Antonio y se inició marcando a Kobe Bryant, ganó su primer anillo de campeón en 2003, los Juegos Olímpicos en 2004, su segundo anillo en 2005, el tercero en 2007, el cuarto en 2014 y, entretanto, un día le hizo 48 puntos a los Suns y otro día 46 en la cara de LeBron James y una vez los fans votaron su eurostep como el mejor movimiento de la historia de la liga y otra vez atrapó con la mano un murciélago que sobrevolaba el techo del estadio interrumpiendo un partido. Y por qué lo atrapó. Porque quería seguir jugando. Y por qué quería seguir jugando. Porque quería ganar.

En un deporte atravesado por estadísticas de precisión científica y de arbitrariedad al servicio del show, su carrera tiene numeritos y escenas para tirar a ese techo. Acaso la marca más poderosa sea la que lo ubica como el jugador con mejor porcentaje de victorias (72%) entre los 141 que jugaron al menos mil partidos en la NBA. Lo que es decir que entre los que jugaron mucho mucho mucho, Ginóbili es el que más veces ganó. Lo que es decir, también, que si las fichas se mezclan de equis modo, hay una mesa de la eternidad en que Ginóbili está sentado en la cabecera y ladeado por Michael Jordan, por Larry Bird, por Allen Iverson, por todos los etcéteras que uno quiera. Si las comparaciones cruzadas entre épocas están para alimentar la fantasía, Manu Ginóbili se hizo a sí mismo un lugar en el reino de la fantasía.

Un deportista en su justa medida

Por último, la palabra. Si Fangio fue el sabio inspirador, si Maradona fue la ocurrencia y el desborde hasta la contradicción y el balbuceo, si Messi fue un robot para su oficio y nunca tuvo mucho para decir sobre nada más, Manu Ginóbili es la mesura y la sobreadaptación, la medida justa. Es el hombre transpirado, recién salido del parquet, al que le preguntan, cuándo no, sensaciones, y no dice una de más ni una de menos. La pelota naranja todavía pica y él dice lo que se espera de él y lo dice de forma articulada, con las comas y los puntos suficientemente en su lugar como para ser, durante varias temporadas, columnista del diario La Nación en los ratos libres de las giras, entregando de a tres mil caracteres entre un partido y otro y sembrando la duda sobre si será él, realmente, el que tipea, porque todo se parece tanto a su caballerosidad y a su don de gentes, a su espíritu deportivo y a su corrección. Algunos dirán: un maestro. Otros no dirán, pero pensarán: insoportable.

Entre los que jugaron más de mil partidos, Ginóbili es el que más veces ganó, a la par de Tim Duncan y Tony Parker, con quienes constituyó el trío vencedor más despojado de egos de la historia.

Su legado en limpio está más atrás: corría junio de 2005 y los Spurs jugaban las finales de la NBA contra los Pistons. El entrenador de San Antonio, Gregg Popovich, vio que a Tim Duncan, su figura, lo arrastraban siempre hasta abajo del aro y que lo marcaban de a dos. Y que su alternativa, el francés Tony Parker, venía flechita para abajo. Entonces le encomendó al tercero, Emanuel David Ginóbili, que se hiciera cargo del equipo desde el perímetro.

Así se constituyó el trío victorioso más despojado de egos de la historia. Cada vez que las papas quemaron, Manu relojeó el tumulto y midió la energía que le hacía falta para encarar el aro. Lo que se llama, en la jerga, penetrar. Y cómo se penetra en la vida. Cómo se introduce una cosa dentro de otra. Uno podría pensar: con huevos. Pero Ginóbili sabía más y ya dijo una vez que no. Que los argentinos creemos que se gana con huevos pero se gana jugando bien. Y entonces intuyó un hueco. Y entonces avanzó.

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