Pablo Echarri: "No quiero sostener el resto de mi vida la necesidad de exponerme"
Conversar con Pablo Echarri no significa hacerlo con un actor, productor o dirigente. Ni siquiera con un ¿ex? galán. Charlar con él genera reflexiones que superan por mucho el motivo del encuentro.
En un momento de madurez personal y profesional, alejado de los medios pero no del teatro, tiene ganas de hablar de todo: vida, trabajo y la encrucijada de una masculinidad en crisis de la que hoy parece poder emanciparse. No es casual que su presente lo encuentre protagonizando Art junto a Mike Amigorena y Fernán Mirás, una obra de la dramaturga francesa Yasmina Reza que pone en juego el valor de la tolerancia en un micromundo masculino sin caer en lugares comunes.
Echarri tampoco le esquiva al mundo de la política, al que parece ir acercándose tímidamente desde que asumió la responsabilidad de gestar con un grupo de pares la Sociedad Argentina de Gestión de Actores Intérpretes (Sagai). “Es bastante cruel el oficio de galán, la necesidad de superarlo fue la que me motivó a hacer otras cosas. Ser parte de Sagai me ayudó a dejar de estar concentrado en mí mismo”, dice, y deja entrever que sus prioridades cambiaron.

–¿Cómo te sentís con el paso del tiempo?
–Naturalmente, resignado diría. Miro al pasado con mucho cariño porque lo que viví le pasa a gente privilegiada. Ahora me encuentro con perspectivas y expectativas diferentes sobre la vida en general. Mi vida ha hecho una parábola interesante, a los 52 años uno empieza a sentir otras cosas.
–¿Como cuáles?
–La certeza de que hay cosas que ya pasaron y la aceptación de que hay sueños que no se van a cumplir. Me gusta esta serenidad de saber qué elegir y sentirme menos atravesado por el pulso de la juventud. Estoy contento y en paz.
–Podrías haberte quedado con tu fama de galán. Sin embargo, demostraste que sos un gran actor y también te animás a la producción. ¿Qué lugar ocupa el teatro en este momento?
–Es el espacio en donde puedo despuntar el vicio; especialmente con una obra tan linda como Art. Fue un placer inmediato en plena pandemia.
–¿Cómo avanzaron durante la cuarentena?
–Mantuvimos algunos encuentros virtuales, que para el teatro son terroríficos. Es antinatural querer llevar una vida digital cuando la magia está en la presencialidad. Pero este sigue siendo un oficio privilegiado.
–Ahora que sos productor, ¿por qué lo seguís eligiendo?
–Porque es un juego más solitario. Es cierto que para llevar una obra adelante se necesita un equipo de personas, pero la creación de un personaje es una construcción personal. La producción exige más energía para poner en marcha una idea. Por otro lado, el teatro es puro presente; podés ver el impacto del público de inmediato.
–En esta época no es poca cosa.
–Para nada. Vivimos pensando en el pasado y en el futuro. Nos cuesta mucho estar en el presente y es un hecho sanador lograrlo. El tiempo me enseñó a disfrutar este tipo de trabajo.
–¿Qué pasó cuando saliste de la burbuja de la actuación?
–Vi que existe otra realidad entre la mayoría de los actores. Como productor, confronté mis ideas con las exigencias de los otros. Curiosamente, eran las mismas que yo había tenido como actor. Así entendí lo que cuesta satisfacerlas.
–Es coincidente con lo que pasa en Art, una obra en la que se habla de la convivencia entre diferentes momentos, ideas y pensamientos.
–Totalmente, la obra habla de sentimientos muy reconocibles y fundamentales. Marcos, mi personaje, es intolerante y tiene una incapacidad absoluta de aceptar que existe otra forma de ver las cosas. La obra es implacable porque está equilibrada y maneja la sutileza a través del humor. También hay momentos en los que el corazón de los que estamos sobre el escenario se estruja, y sabemos que entre el público va a pasar lo mismo.

–Qué ironía que sea una mujer la que describa la sensibilidad del mundo masculino.
–Es una visión muy oportuna de la relación entre tres amigos hombres. Hay una mirada femenina, no se tocan ninguno de los tópicos machistas. Cuando entra una mujer, lo hace para herir al otro. Por eso la obra es universal, inoxidable y más profunda, porque no tiene que echar mano a líneas más efectistas. Es un hallazgo que los tres personajes no hablen nunca de fútbol y que, a pesar de eso, la obra no pierda ni un ápice de masculinidad. Marcos lamenta haber perdido a Sergio (Mike Amigorena) porque siente que tuvo una relación paternal con él, y la posibilidad de que eso se desvanezca lleva a la obra a lugares muy profundos y reconocibles del hombre. Estos tres hombres no son toscos, son formados, con personalidades muy diferentes, totalmente alejados de un mundo previsible.
–Hablando de masculinidades, ¿cómo te llevás con este momento del mundo?
–Cuando sos padre y esposo de mujeres militantes del feminismo es imposible no deconstruirse, tenés la guía en casa. Tuve que trabajar sobre mí mismo porque cuando uno tiene privilegios es natural querer conservarlos. Pero cuando las explicaciones son claras y contundentes uno puede ver el mundo de otra manera. Lo agradezco profundamente, no porque crea que la mirada femenina solo le aporte bondad al mundo, sino porque evidentemente el cristal masculino nos ha llevado a la decadencia espiritual, estamos degradados. Tengo grandes expectativas con la paridad de género.
–¿Podés evitar las expresiones machistas?
–No siempre, pero nada cambia de un momento a otro. Fui criado de una determinada manera, y ni siquiera tuvo que ver con la influencia de mi padre sino de la sociedad en general. Hoy sé que el amor con las mujeres con las que convivo también se manifiesta entendiendo sus convicciones.
–Adoptar esa posición te beneficia.
–Claro, me fue quitando presión. Porque los mandatos masculinos no solamente dan privilegios sino que también ejercen presión.
–¿Todavía dependés de la mirada de los otros?
–Cuando estoy en el escenario necesito que la gente me mire para lograr un efecto determinado, pero mi ambición no es que estén pendientes de mí sino del personaje. Para un actor, ser querido y caerle bien a todo el mundo es una necesidad original, pero ese anhelo se transforma en un ancla muy pesada. Uno no provoca rechazo cuando dice que sí a todo. Afortunadamente, por cosas que me han pasado, paulatinamente me voy despegando del ojo de la gente.
–El impacto de las redes sociales debe de haber sido crucial.
–Todo lo que se dijo sobre mí en la virtualidad me ayudó a alejarme de eso. Estamos en una época donde ese tipo de opiniones están en relieve, por eso las tengo que extirpar de mi vida.

Echarri se refiere al bombardeo de críticas que recibe desde que decidió comprometerse con la realidad política del sector al que representa. A partir de ese momento, ya nada volvió a ser igual para una figura con 30 años de carrera que se animó a expresar y defender sus ideas.
–Debe de ser complicado ignorar todo eso.
–Sí, pero me pasaron tantas cosas que no me costó nada. Me he peleado con familiares por no someterme a la mirada escudriñadora de nadie. Creo que como productor me alejo más de todo eso. Cuando producís no tenés que dar entrevistas (se ríe). Al principio son atractivas porque juegan con el ego. El actor, la entrevista y el ego son una tríada perfecta. El deseo de que alguien te escuche se cumple inmediatamente, pero no quiero sostener el resto de mi vida la necesidad de exponerme. Además, cada vez tengo menos cosas para decir.
–¿Qué pensás de los colegas que hacen de todo por no ser olvidados?
–Los respeto, pero creo que se someten a un nivel de exigencia ilimitado. Para figurar en las redes sociales y que se te genere dinero hay que ceder la privacidad. No lo veo mal, pero a mí no me pasa. No sabría cómo sostenerlo.
–¿Qué enseñanza querés dejarles a tus hijos?
–Quisiera hacerles fácil mi despedida. Cuando falleció mi papá, sentí que yo empezaba a ser otra persona. Mi hijo Julián nació cinco meses después de su partida. Me enteré de que estaba viniendo al mundo el mismo día que supe que a mi viejo le quedaba poco tiempo. Pensé: “Le está dejando su espacio”. Si pude hacer bien las cosas, coseché amor y pude disfrutarlo, quisiera vestir mi final con el traje de la oportunidad. Sería mi último papel.
Fotos: Gabriel Machado