Annie Dutoit Argerich: "En mi familia, si no sos excelente no sos nada"
Aún bien entrado el siglo XXI, no deja de asombrar que historias como las de Clara Wieck, una mujer del siglo XIX, sean tan necesarias. Su vida, recreada de manera ficcional por Betty Gambartes y Diego Vila en ¿Quién es Clara Wieck?, recorre un abanico de prejuicios que aún atormentan a las mujeres modernas: desde la maternidad hasta el éxito descollante en un mundo de hombres.
Más conocida por su apellido de casada, Schumann, a pesar de ser la pianista más importante del siglo XIX, tuvo que lidiar con otros títulos, como “mujer de Robert Schumann” y “amante de Johannes Brahms”. Por eso, la obra suena, en un sentido simbólico y musical, como un acto de justicia. “Es un personaje con mucho valor histórico y, sobre todo, humano”, explica Annie Dutoit Argerich con un inconfundible acento francés que le añade a su personaje un encanto particular.
Es insoslayable preguntarle a la actriz por la relación con sus padres, la pianista Martha Argerich y el director de orquesta Charles Dutoit, quienes marcaron a fuego su búsqueda permanente por la excelencia.
El unipersonal, en el que participan el pianista Eduardo Delgado y el barítono Víctor Torres, puede disfrutarse en la sala Cunill Cabanellas del Teatro Municipal General San Martín hasta mayo inclusive. de miércoles a domingo a las 19 horas.

–Es un texto muy demandante. ¿La obra tiene puntos de contacto con tu vida personal?
–Para entender la soledad de una niña prodigio y el imperativo de excelencia desde luego que me inspiré en la historia de mis padres, especialmente en la de mi madre. Pero no hay ninguna alusión directa, sino una inspiración para poder entender los conflictos de Clara. Yo fui hija de una niña prodigio, pero tuve una vida normal. Ser niño prodigio puede implicar no ir al colegio, no tener compañeros, en definitiva, no tener una niñez, porque ya trabajás siendo muy joven. Es algo difícil que supone mucho sufrimiento. Lo sé porque lo hablo mucho con mi madre.
–¿Tu vida también está marcada por la búsqueda de la excelencia?
–Uno es resultado del ambiente en el que nace. En mi familia, si no sos excelente no sos nada. Crecí con esa idea pero no solo por herencia familiar sino también por una ética protestante que se rige por el deber de hacer las cosas bien. Aunque yo no profeso esa religión, viviendo en Suiza uno no puede soslayar ese imperativo. Casi que vivís para trabajar. Y en este contexto, la obra ha sido un desafío enorme.
–¿Cuál fue el mayor desafío?
–El primero fue el idioma. Yo no manejo las sutilezas del español, pero como el personaje es alemán, mi acento extranjero viene bien. En realidad, mi idioma es el francés y mi lugar de referencia es Suiza, así que imaginate que la obra me plantea una exigencia muy rara. El segundo desafío fue asumir un unipersonal, necesito tener un nivel de concentración muy alto.
–Además, sos actriz hace relativamente poco.
–Yo era académica y durante gran parte de mi vida lo que quería era, precisamente, alejarme del escenario, que equivalía a alejarme del mundo de mis padres para construirme a mí misma. Necesitaba tomar distancia de todo eso, por eso me fui a los Estados Unidos y estudié una carrera diferente. De hecho, soy la única de la familia que hizo un doctorado (Letras Clásicas).
–Pero no pudiste escapar de las luces del espectáculo.
–Siempre sentí que mi lugar natural era el escenario. Cuando empecé a dar clases, a los 22 años, me encantaba estar en el aula porque sentía la adrenalina del actor. Era un espectáculo, entonces entendí que necesitaba estar en un lugar donde poder comunicarme con el público. El teatro se convirtió en una necesidad, pero pasó mucho tiempo antes de que pudiera llegar a este lugar, empecé recién hace cinco años. Esta obra que hoy estoy protagonizando representa un nacimiento para mí.
–No debe de haber sido fácil tomar esa decisión.
–Fue una necesidad vital la que me empujó; no tuve tiempo de decidirlo. Había formado una familia, tenía casa y trabajo; pero viviendo en Phoenix, sentía que mi vida no era esa. Entré en una crisis existencial. Acepté que no me interesaba ser una profesora de Literatura Comparada en Harvard. Eso coincidió con una crisis personal en mi casamiento: me enfermé, tuve un tipo de depresión. Hasta que surgió la posibilidad de participar de la obra Historia de un soldado, de Ígor Stravinsky, donde encarnaba al Narrador y al Diablo.

–Es una obra que cruza historias familiares.
–Sí. Yo la escucho desde niña y a mi madre le encanta porque la descubrió con mi padre cuando se conocieron. De hecho, es la primera grabación que hizo él.
–Y es la pieza con la que ellos comprendieron tu deseo.
–Exactamente. Pudimos llevar la obra a la ciudad suiza de Lugano y ellos asistieron al estreno.
–Debés de haber sentido una presión extra.
–Sí, pero pensé: “Si pude hacer esto enfrente de mis padres, pasé la prueba” (se ríe). Y así fue. Después sobrevino la ansiedad de modificar una vida que ya tenía armada. Fue un proceso: empecé a tomar clases de teatro cinco veces a la semana durante dos años.
–¿Tu círculo íntimo te apoyó?
–Sí, se dieron cuenta de que se trataba de una convicción personal. Pero no fue fácil, después me separé. Todo cambió en mi vida, fue una revolución total. Siento que tuve que morir para renacer.
–Como actriz, ¿sentís una responsabilidad frente a la sociedad?
–Sí, y también como académica. Cuando uno estudia una obra del pasado también la pone en diálogo con el presente. Por eso los clásicos son tan actuales, porque dan lugar a una lectura moderna. En el caso de ¿Quién es Clara Wieck?, ella se enfrenta con los mismos prejuicios que padece una mujer de nuestros días. La culpa que atormenta a una madre profesional no es la misma para un hombre.
–¿Eso se notaba en tu casa natal?
–No, mis padres fueron igualmente importantes. Aunque mi madre es muy diferente a mi personaje, al encarnar a Clara Wieck pude entender la soledad que vive quien fue un niño prodigio y la exigencia de llegar a la excelencia en lo que uno está haciendo. Pero a Clara le encantaba tocar el piano. Y mi madre todavía está en conflicto con el hecho de ser pianista.
–¿No le gusta su profesión?
–No le gusta ser pianista, siente que no pudo elegir. Imaginate que a los tres años la sentaron frente a un piano. Ella hubiera querido ser médica, pero con el talento que tiene aceptó dedicarse a lo que podía hacer bien. Es como sentirse atrapada dentro de un sistema. A ella le encanta hacer música, pero no le gusta todo lo que implica la profesión. Por eso dejó de hacer conciertos solistas.
–No es la primera persona que, siendo exitosa, no disfruta de lo que hace.
–No. Lo primero que Andre Agassi dice en su autobiografía es: “Odio el tenis”. Lo dice porque no pudo elegir. Para las personas como él, el talento es casi una cárcel. Clara lo dice al final de la obra: “Ser Clara Schumann y responder a lo que se espera es una exigencia muy alta”. Cuando alguien como mi madre sube al escenario, todo el mundo está esperando a Martha Argerich; no puede ser menos que ella misma.
–¿Estás tratando de no repetir esta historia con tus hijos?
–Por suerte, tuve una vida muy diferente a la de mis padres, yo pude elegir. Pero la exigencia está de otra forma. Estar en un escenario en Buenos Aires, la ciudad de mi madre, en la que todo el mundo la conoce, me ubica en un lugar especial; no puedo hacer cualquier cosa.

Fotos: Carlos Furman