ECLIPSE SOLAR • Entre el Sol y la Tierra

La pequeña e indómita localidad de Piedra del Águila, en la estepa neuquina, fue el paraje donde mejor se pudo observar el eclipse del 14 de diciembre pasado. Crónica del evento astronómico de 2020, que marcó también la vuelta de los viajes en pandemia.


A las once de la mañana, el viento patagónico se ensaña con quienes llegamos hasta Piedra del Águila, un rincón aislado en la estepa neuquina, a doscientos kilómetros de la capital provincial, desde donde partimos a las seis de la mañana para llegar a disfrutar del eclipse total de Sol. Hoy es 14 de diciembre de 2020, el año más raro que nos tocó vivir a todos quienes estamos en este paraje en medio de la nada patagónica y esperamos terminarlo un poco mejor; al menos con esta incursión de tinte astronómico que despierta emociones varias y nos hace olvidar por un rato de todos los protocolos.

Este es, también, el primer viaje, el primer desplazamiento para la mayoría de quienes esperamos ver, en un rato nomás, cómo la Luna se interpondrá entre el Sol y la Tierra. Luego de nueve meses de encierro, algunos pudimos desplegar nuestras alas y salir en busca de este evento único.

Por eso, hay por acá quienes venían planeando estar en este rincón indómito desde hacía un par de años. Están, también, quienes estuvieron el año pasado en San Juan o San Luis, donde se dio otro eclipse total de Sol y pueden darse el lujo de tachar la doble hoy en Piedra del Águila. Hay quienes querían viajar pero, maldito corona, estarán resignados mirándolo por TV. Seguramente habrá cazadores de eclipses de toda estirpe mordiéndose los codos ahora mismo, desde Australia hasta los Estados Unidos o Europa, a pesar de que a ultimísimo momento el Ministerio de Turismo aprobó la entrada de unos cuatrocientos extranjeros. En el predio que armó el Gobierno neuquino casi que no se los ve. Hay, sí, familias, mochileros, dirigentes políticos, científicos, estudiantes, periodistas, fotógrafos y más, que intentamos refugiarnos de la fiereza de este vendaval en medio de los arbustos rastreros del norte sureño.

Y al pie de los cerros erosionados por este viento milenario que caracterizan a este rincón de la geografía neuquina, en este pueblo de cinco mil habitantes al que hoy se le suman unos ocho mil visitantes, estamos nosotros, exaltados, entusiasmados y ansiosos. No hay nada que hacer, echale la culpa al eclipse, dicen que nos pone así. Que esta conjunción astral nos altera. Como asegura María Sol, una morocha de gafas oscuras y campera de pluma, docente santiaguina de una escuela Waldorf de Villa La Angostura, que llegó con un grupo de amigos y dice, sin lugar a dudas, que el eclipse modifica el comportamiento en las plantas, los animales y también en el ser humano. Entre sus amigos está Lucinda, también docente Waldorf, pero porteña, que además, aclara, estudia astrología. “Estar acá me parece clave, porque dicen que se abre un portal. La Luna tapa el Sol, y es como si el consciente fuera tapado por el inconsciente y algo energético estuviera pasando. Mi expectativa es que se haga de noche”, se entusiasma en modo místico, pocos minutos después de que la Luna comience a “morder” el Sol, allá, en el cenit, en una coordenada que obliga a todos a mirar hacia arriba y a los fotógrafos a adoptar incomodísimas posiciones para apuntar sus objetivos. Los lentes están protegidos y recubiertos con filtros y algunos ingeniosos artilugios para no dañar la vista, y las cámaras, apostadas en los trípodes y clavadas como se puede sobre este suelo arenoso, tiemblan con el vendaval.

Y así, como Lucinda o María Sol, estamos todos, sentados en el piso, en improvisados campamentos con sillas playeras. Con los anteojitos y el filtro correspondiente para no lastimarnos la córnea, esas gafas de cartón con la inscripción en la patilla que dice “Eclipse 2020” y que cada tanto nos calzamos para observar la “parcialidad”, esta porción de tiempo de este fenómeno que arrancó a las 11.45 y aún tiene cuerda para rato. Todavía falta, aproximadamente, una hora y media para que se haga de noche, para la ansiada “totalidad”.

Hay diversos tipos de eclipses alrededor del mundo. De hecho, los pueblos primitivos, asiduos observadores del cielo, ya los estudiaban. Muchos creían que traían malos presagios, entre ellos, los mapuches, dueños primigenios de estos pagos, que lo llaman Lhan Antü, o “la muerte del Sol”. Un eclipse solar total sucede cuando el Sol, la Tierra y la Luna se alinean de tal forma que esta última se interpone en el recorrido de la luz solar antes de llegar a nuestro planeta. Y el camino hacia la totalidad, o sea la sombra que va atravesando la Tierra, tiene su preámbulo a medida que la Luna comienza a tapar el Sol hasta cubrirlo por completo, dejando ver lo que se conoce como la corona solar, un espectáculo precioso, muy esperado por los astrónomos profesionales. Años de espera para observarlo y sacar conclusiones exprés en tan sólo dos minutos.

Puede haber hasta cinco eclipses solares en un solo año. Pero un eclipse total de sol no ocurre tan asiduamente. Por acá andamos de suerte, ya que al del año pasado de sumó este, y el próximo se verá en nuestra Antártida en diciembre de 2021. Eso sí, luego tendremos otro recién en 2048.

A las 13.15, y durante un poco más de dos minutos, en Piedra del Águila se nos viene la noche. Dos minutos de oscuridad, de una luz extraña. Dos minutos que provocan la confusión de animales y plantas y la euforia de los seres humanos. Y entonces, cuando la Luna tapa el Sol por completo, y la sombra se proyecta sobre la Tierra, y se hace de noche y esa luz tenue y violácea tiñe este territorio árido, todos gritan, se abrazan, saltan, aplauden. Hay quienes lloran.

“Sorteamos todos los obstáculos para llegar y estamos felices de estar acá”, dice Griselda, una treintañera que derrocha entusiasmo. Llegó desde Buenos Aires en avión junto a sus amigos, Lautaro y Paula, y había estado el año anterior en el eclipse de San Juan. “Fue toda una aventura, no nos queríamos perder esto. Es emocionante. Te muestra el sentido de la naturaleza, de la maravilla del universo. Queremos llevarnos esto grabado en el alma.”

Poco después, cuando la Luna comienza a retirarse lentamente del Sol, los visitantes, como en un efecto espejo, hacen lo mismo y emprenden una retirada exprés, alentados seguramente por el viento que no cesa de soplar.

Al atardecer, sólo quedamos unos pocos merodeando en el pueblo, ahora acodados a la mesa de madera de una cervecería nuevecita, que estaba cerrada hasta la noche pero abrió para los ocasionales y sedientos visitantes. Como Claudia, una enóloga mendocina de 39 años y gafas estridentes, que vino con su amiga Nela, también mendocina pero residente en Miami, que apenás se enteró de que podía viajar se tomó el avión a Mendoza. Ahí mismo agarraron la camioneta y manejaron hasta acá para festejar sus 32. “Fue increíble, ¿viste las nubes?”, le dice Claudia a Nela. “Fue impresionante, había bastante viento, pero la luz y las nubes tomaron una coloración como de atardecer, así medio roja. ¡Y los molinos de viento al fondo! ¡Que bonitos se veían! ¡Y las nubes! ¡Iban haciendo bajar el tema de la luz solar y la temperatura hasta que llegó un punto que se cubrió totalmente! Muy bonito, muy nuestro, culturalmente. Estamos agradecidas de presenciarlo. Muy conectadas energéticamente. Se logró un equilibrio climático, no estaba descontrolado. El cielo se abrió, sucedió el eclipse y, de repente, cuando todo pasó, las nubes volvieron.  ¿Lo viste?”

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