GABRIEL GUARDIA · TODO POR HACER

El aceite de oliva más premiado de la Argentina tiene a su ideólogo y protector mendocino. En esta conversación –en la que también muestra los delicados acetos balsámicos que la Aceitera Millán elabora– cuenta su historia y la de la empresa.


Dato para no avisados: existe un ranking de las 100 mejores olivícolas del mundo. Dato para el orgullo nacional: la cuarta es argentina. Una posición a la que –en el ya angosto 2019– la aceitera mendocina Laur arribó cuando el EVOO World Ranking (Ranking Mundial de Aceite de Oliva Virgen Extra) sumó los puntajes conseguidos por este producto argentino en 30 concursos internacionales. “Todavía no lo puedo creer; en 2018 habíamos terminado número ocho. Te digo que al estar top ten al lado de España, Italia, Grecia, Portugal, países con los mejores aceites de oliva del mundo, ya estás hecho. Y ahora llegamos al cuarto puesto.” El que habla es Gabriel Guardia, gerente de Planta de la olivícola Laur pero también mucho más que eso: el hombre está atento a la elaboración, a la producción, a las ventas internas y externas y al cuidado minucioso de la calidad del aceite de oliva y los acetos balsámicos que la empresa produce; es decir, vigila lo que le ha dado a Laur más de 160 premios internacionales y el puesto número uno entre las olivícolas argentinas. No por casualidad exportan a países como Suiza, Alemania, Japón, China, Francia, Canadá y los Estados Unidos, entre otros.

Guardia, un enólogo de 44 años, 1,90 de altura y un acento que lo vende (es cien por ciento mendocino), llega a la cita con el celular colgado de la oreja. Habla con clientes, se comunica con la fábrica, está atento al día a día; un nivel de laburo que hace que parezca un milagro la hora y monedas que le dedica a la charla. Pero pueden más el orgullo y las ganas de contar su historia, que es, a la vez, la de un establecimiento centenario de Cruz de Piedra, Maipú, hoy floreciente.

–¿Cuántos años tiene la fábrica?

–Es de 1906 y ha pasado por distintas etapas; pero esto empezó a crecer hace tres o cuatro años. Fue la primera fábrica de aceite de oliva que hubo en la Argentina. En 2010 la compró la familia Millán (también dueños de la bodega Los Toneles) y yo me hice cargo en 2012. La compraron con un olivar de diez hectáreas incluido. Nuestros productos vienen de allí pero también compramos frutos en otras zonas de Mendoza, en San Juan y hasta en Neuquén. Es una plantación orgánica así que la sanidad se mantiene a pulmón: poda, riego, sin fertilizantes.

¿Y vos, cuándo empezaste en el rubro?

–Arranqué en el 95 en Laur, de obrero nomás. En ese momento el dueño era el fundador de Navarro Correas, don Nicolás Carrasco. Él tenía aparte la aceitera: hacía muy poco Laur en lata y el resto era para hacer otra marca. Como vendían mucho, hubo que armar un laboratorio de calidad. Yo era el único que estaba estudiando, así que lo armé. Y ahí empezó todo. Pero en ese momento no estaban los parámetros de calidad que hay ahora. La industria hace el clic cuando todas las empresas comienzan a migrar de las antiguas prensas a las máquinas continuas por una cuestión de caudal de elaboración.

Después de estar cinco años con Carrasco, Guardia trabajó en La Rioja para grandes empresas, siempre en el rubro, hasta que una década después volvió a Mendoza. “Estuve dos años en una multinacional, y me llama José Millán para hacer aceitunas marca Laur con esa misma empresa. Entonces le hice el desarrollo, empezamos a laburar y al tiempo me dijo: “Venite conmigo”. A mí me gustaba porque era volver adonde arranqué y adonde tengo mi corazón: allí fue mi primer trabajo, me compré mi primer auto, me enteré de que iba a ser papá por primera vez. El aceite Laur tenía una fabricación muy primitiva en ese entonces, pero Millán decidió que quería tener la mejor fábrica de aceite de oliva de la Argentina. Tenía una visión clara.

–¿Vos también la tenías?

–Si te digo que sí, te miento (risas). Pero sabía que, como se estaba haciendo, no podía ser. Que había un montón de cosas que arreglar, no había gestión. Así que se fue mejorando de a poco. Y tuve carta blanca, algo que aún sucede. Empecé a hacer mostrable la fábrica. Y eficiente. Hubo que esperar la siguiente cosecha para hacer un aceite decente. Al año hice el primero y lo presenté en un concurso de Mendoza. Sacamos 100 puntos.

Por la mesa desfilan los aceites: el Clásico y la línea Blend de Terroir, dotada de tres ejemplares. Faltan a la cita los premium: Gran Mendoza y Gran Laur, un 100% arauco molido en verde (“necesito quince kilos de aceitunas para hacer un litro”, saca pecho Guardia). El hacedor aporta precisiones sobre un producto al que le costó años posicionarse pero gracias al auge de la gastronomía ha dejado de ser sólo una alternativa de nariz respingada ante sus hermanos mayores, más populares, de batalla: “Al aceite de oliva tenés que alejarlo del contacto con el oxígeno, el calor o la luz. Si lo tenés cerrado y a resguardo te va a durar por lo mejor dos años. No será el mismo, claro, pero si está bien hecho no se va a poner rancio. Por eso no me gustan los que están sin filtrar: la borra que queda es pura materia orgánica, con muchos azúcares, y todo eso se fermenta”. Cuando llega el momento de los acetos balsámicos, la sorpresa que produce su sabor aterciopelado y naturalmente dulce es aún mayor: hay mucho que aprender todavía.

–¿Cuándo empezaron a elaborarlo?

–En 2014. El objetivo de José era hacer grande el producto. “Quiero que deje de ser el hermano tonto del aceite de oliva”, me dijo. Hasta ese momento hacíamos lo mismo que todo el mundo: teñir un vinagre. El verdadero aceto balsámico no tiene nada que ver con eso. Armamos una acetaia (N. del R.: En Módena, patria del aceto, se llama así al lugar donde se lo elabora) como una pata más del negocio turístico, que en Laur funciona muy bien. Hasta que apareció el experto italiano Dodi Ricordano y me abrió el libro. Se me presentó un mundo nuevo. Es un producto noble, como el aceite de oliva. No tiene ningún agregado, conservante, aromatizante; nada extraño a la naturaleza misma de la uva. Hacemos dos marcas, Laur y Millán; uno, el IGP, con certificación del Consorcio del Aceto Balsámico de Módena. Mirá, del buen aceto te puedo hablar dos días, pero lo adoptás recién cuando lo probás.

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