Chet Baker: El demonio de la trompeta

Tras un corto paso por el ejército, debutó a los 20 años acompañando nada menos que a Charlie Parker. Compartió el firmamento con los grandes del jazz de su época. Los sonidos que le arrancaba a su instrumento, su voz agónica y una vida llena de excesos y oscuras historias hicieron que el fuego  de su leyenda nunca dejara de arder.

  

 

Hoy es una de las almas más revisitadas por cuanto biógrafo musical o directamente de E! Entertainment ande con ganas de generarse alguna distinción. Pero en su vida, Chet Baker tuvo más altibajos que Maradona mismo.

 

 

Nacido en 1929, paso su infancia en Los Ángeles, en parte llevado por su padre, que era un reputado guitarrista, y por su madre pianista, y en parte por obra y gracia de Dios, que necesitó equiparar la andanada jazzera que ocurría en la otra costa de los agitados EE.UU. en los 50. 

 

 

Chet fue el cool cat por excelencia. Tuvo algunos karmas con los que lidiar. Para empezar, era un lindo pibe, que a los 16 se enroló en la Marina y fue a parar a una base en Berlín, donde formó parte de la banda oficial. No obstante, a los 18, ya de vuelta en casa, le envió una carta al ejercito agradeciéndole la atención y pidiendo la baja porque había decidido dedicarse a una carrera artística. Luego del desconcierto que este gesto de urbanidad por parte de Chet generó en los altos mandos del cuartel, decidieron dejarlo volar y a otra cosa.

 

Se dedicó a la trompeta con devoción y debutó a los 20 años nada menos que acompañando a Charlie Parker, que es más o menos como decidir dedicarse al cine y tener tu primer trabajo con Scorsese. Ese contrapunto entre trompeta y saxo de Baker y Parker llamó la atención de toda la intelligentsia del jazz de la época. Los dos hacían sus solos al mismo tiempo y al mismo volumen, lo cual reventaba cualquier cerebro que los estuviera escuchando. Ahí es cuando lo llama el otro cool cat de la costa, Gerry Mulligan, para integrar un cuarteto que haría historia: Gerry al saxo, Chet, un bajo y una batería, sin piano. Y ahí se define el cool jazz que había parido un par de años antes el enorme Miles Davis.

 

CUESTIÓN DE SUERTE

Chet fue un trompetista contemporáneo de los mejores de la historia completa del jazz. Con Chet compartían estelaridad Miles Davis, el rápidamente muerto Clifford Brown, el cocinero Lee Morgan y, obviamente, el más famoso de todos en esos años, Louis Armstrong. Ciertamente, pasaba que Armstrong y nuestro Chet hacían la misma con distinta suerte. Louis Armstrong cantaba y tocaba la trompeta de la misma manera, dinamita para los pollos, estridente y efectista. Chet cantaba y tocaba la trompeta de la misma forma, veneno puro, suave, preciso y sin explosión, esa caricia que sabés que termina en penetración. 

 

Pasaba que Louis Armstrong era negro, gordo y simpaticón, adorado por las masas y por Hollywood, y Chet era blanco, flaco y con la amargura del adicto. Armstrong era apto y hasta recomendable para todo público, y Chet era un reventado, un vicioso divino.

 

Tanto es así que en el 56 es tentado por el cine y realiza un par de películas bastante mediocres. Luego vuelve a los escenarios, pero ya no con Gerry Mulligan.

 

Vamos a negro y volvemos a los días en que deja a Charlie Parker y arma el cuarteto con Gerry. Graban una obra en vivo monumental, que pone de rodillas a la crítica y al público, y se convierten en la atracción del circuito. Pero en medio de esas presentaciones, Gerry Mulligan sufre un mínimo accidente de tránsito, llega la policía y le encuentran heroína como para la banda entera. Estuvo guardado un par de años en la cárcel, así que Chet decide armar su propio cuarteto con Russ Freeman al piano, y ahí se lanza a cantar, haciendo suya “My Funny Valentine” con una versión definitiva.

 

Cierto es que no era Gerry el único adicto al caballo alado, Chet también cayó, y si bien su carrera se llenaba de éxitos, su vida personal empezaba a tambalearse. Adorado por la crítica, amado por el público y venerado por las mujeres, se convierte en el cool cat más pijudo de la costa oeste. Tanto que en una rueda de prensa alguien le pregunta por James Dean, en esos días, estrella total hollywoodense con Rebelde sin causa y Al este del Paraíso, y Chet pregunta quién es James Dean. Alguien lo ubica en tiempo y espacio y entonces Chet responde: “Ah, sí, James Dean, sí, lo re-tengo. Es ese que cada vez que me ve me pregunta dónde compro la ropa”, una respuesta demoledoramente perfecta para demostrar quién es el cool cat aquí, una respuesta que recomiendo cuando quieras quedar como un cool cat si te preguntan por algún no cool cat.

 

Cuestión que Chet siempre quedaba a la sombra de algún trompetista más recomendable para la gran careteada estadounidense de los 60, como Armstrong, que la jugaba de gordo inofensivo para la gilada, o Miles, que la verdad tocaba mejor que todos. Así que Chet se enrosca mal con la heroína, llegando a tocar con trompetas prestadas ya que la de él se la había llevado el dealer.

 

TRAGO AMARGO

Después de una gira por Europa, donde los cool cats eran reverenciados, con unos exitosos shows en Londres, Ámsterdam y París, cruza la frontera en Italia, y a que no saben qué le encuentran en la valija. OK, un año en prisión y deportación a los EE.UU., donde enseguida graba Chet is Back para olvidar el trago amargo, y otra vez la vida nocturna, la heroína, los dealers, las minas, cocaína, viajes, grabaciones y más heroína, vértigo que frena de golpe cuando una noche después de un show en Sausalito, Los Ángeles, los cobradores del dealer le van a recordar que debía unos dólares recagándolo a palos y rompiéndole los dientes. Era el verano de 1968.

 

Como todos saben, romperle los dientes a un trompetista es como romperle las manos a un guitarrista: ya no soplaba igual y no cantaba igual, tuvo que rehabilitarse, cosa que le llevo como un año.

 

Volvió entonces a las giras por Europa, a los estudios de grabación y a la heroína, tanto que un par de años después le quedo debiendo dólares a un dealer que lo mandó a cagar a trompadas y, saben qué, otra vez le rompieron los dientes. ¡Uf!

 

Ahí es que Chet se pasa la década del 70 deprimido, drogado y de pésimo humor, hasta que después de unos años se va a vivir a Europa y en el 78 vuelve a las pistas ante la algarabía y el regocijo de la parroquia, con un renovado cuarteto y algunas colaboraciones con Jim Hall, unos memorables shows con Stan Getz y hasta un inolvidable solo de trompeta en Shipbuilding, del segundo de Elvis Costello, quizás su más renombrado fan dentro del rock.

 

Tal vez fue ese su relanzamiento verdadero, ya que le acercó una nueva audiencia consistente en jóvenes biempensantes que regresaban del punk y vieron en Chet lo más cercano conceptualmente al punk dentro de las filas jazzeras más tradicionales.

 

Pero a la manera de Hollywood, el gran canto del cisne fueron los conciertos con su viejo partner Gerry Mulligan en el Carnegie Hall de 1986, creo, un vinilo triple en esos años que, me consta, hacía llorar a la gente. 

 

Y cuando todos creíamos que ya habíamos recuperado al gran cool cat, una infausta noche de 1988, en una oscura callejuela a la vuelta del hotel donde paraba siempre que pasaba por Ámsterdam, el hoy famoso Prins Hendrik, la muerte lo pasa a buscar. La autopsia determinaría una decena de causas de muerte, entre ellas el desmesurado consumo de heroína, cocaína y alcohol. Y ahí mismo, automáticamente, nace el mito Chet Baker, haciéndolo más grande de lo que fuera alguna vez en vida.

 

Y así nomás, como siempre susurramos a su estilo en la parroquia, Chet Baker vive eternamente en su pueblo. 

 

Adiós, los quiero bocha. 

 

CHET SIEMPRE QUEDABA A LA SOMBRA DE ALGÚN TROMPETISTA MÁS RECOMENDABLE PARA LA GRAN CARETEADA ESTADOUNIDENSE DE LOS 60, COMO ARMSTRONG, QUE LA JUGABA DE GORDO INOFENSIVO PARA LA GILADA, O MILES, QUE LA VERDAD TOCABA MEJOR QUE TODOS.

 

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