Del decápodo y otras delicias

 

Hay unas medusas que pueden recrearse a sí mismas interminablemente y volver a ser jóvenes cada vez que quieren o lo necesitan. Y hay unas personas que creen que a fuerza de estirones de piel y rellenados plásticos engañan a la muerte. Son los que no leyeron a Deleuze ni a Spinoza, pobres.

No seremos nosotros, pobres ignotos mortales, quienes vamos a develar una verdad de Perogrullo: meterse con la inmortalidad no es moco ’e pavo. Deleuze trató de explicar el tema de la diferencia entre eternidad e inmortalidad –según Spinoza– en largas clases brillantes. Todo el mundo quedó conforme. En verdad, la muerte sucede a todo sujeto de este planeta. Es, como decía Spinoza, ajena y exterior al individuo.

Le sucede. Es otra cosa. Y nadie puede hablar de ella, de esa experiencia. Ningún humano logró regresar de “esa otra cosa” para contarla. Quizás por eso, habida cuenta de que ya sabía de antemano que le resultaría imposible transmitir a otros sus vivencias y sentimientos desde el otro lado de la vida, cuando su enfermedad pulmonar (Epoc, se llama ahora) ya casi no le permitía respirar, Deleuze se tiró con urgencia por la ventana de su alto piso parisino. Y sanseacabó.

El hombre, escribió Albert Camus, es la única criatura que rechaza ser lo que es, que asume su condición y a la vez busca vencerla. La revolución existencial es la esperanza que brota en un mundo sin salida. Y así sucesivamente. De manera llamativa, Camus se mató en un brutal accidente de auto a los 44 años.

Por esto y por tantas experiencias humanas que resultan atractivas, sublimes u horrorosas hasta que todo acaba de un plumazo, creo que debemos dedicarnos a analizar lo que escribió José Emilio Pacheco sobre la inmortalidad del cangrejo.

Dentro del absurdo, claro. Porque el cangrejo tampoco es inmortal. Se llama cangrejos a diversos crustáceos del orden de los decápodos. Este orden, caracterizado por tener cinco pares de patas, incluye a los crustáceos de mayor tamaño, como langostas, gambas y camarones, además de las diversas formas a las que se llama cangrejos a secas. Este bichito simpático –en tanto un humano zafe de sus tenazas y picazones– se las arregla bastante bien para sobrevivir entre dos mundos: el acuático y el terrestre. Escondido en su caparazón, caminando para atrás, pegado a las rocas, se convierte en manjar para los paladares gourmet. ¿Y por qué decir, entonces, “estoy pensando en la inmortalidad del cangrejo”? Por una cuestión de mala prensa en cuanto a información.

Se ha especulado mucho sobre esta frase que nos acompaña desde la infancia. Hay quienes atribuyen esta cuestión a un episodio mitológico (si no existieran los griegos estaríamos bien fritos). Cuenta la leyenda que Heracles recibió instrucciones de Euristeo para matar a la Hidra de Lerna, una serpiente acuática que vivía en un pantano, junto a Argos, en el Peloponeso. La Hidra tenía nueve cabezas.

Era una criatura extremadamente venenosa e incluso su aliento era mortal. Con la ayuda de Palas Atenea, la diosa de la inteligencia, Heracles encontró la guarida del monstruo y empezó a luchar contra él. Cada vez que le cortaba una cabeza, brotaban dos o tres en su lugar. Además, se vio atacado por un cangrejo o una langosta gigante que la diosa Hera, más mala que una araña pollito, había enviado para ayudar a la Hidra. El héroe, acorralado, apeló a su primo Iolaos, que lo había conducido hasta Lerna.

Mientras Heracles se deshacía de la langosta, Iolaos prendía fuego varios árboles. (Esa es la técnica, cortar la cabeza y quemar lo que resta, pensemos en Terminator, el androide del cine, que volvía a renacer hasta que lo reventaron del todo con explosivos.) Con las ramas encendidas, el primo (nada que ver con el Tirri, primo de Marcelo Hugo) quemaba las heridas cada vez que Heracles cortaba una cabeza. La Hidra y la langosta, que al final lo ayudaría, ascendieron al firmamento gracias a Atenea y dieron lugar a las constelaciones de Hidra, la Serpiente, y Cáncer, el cangrejo.

Estas constelaciones, muestran su “inmortalidad” en el cielo que nos protege. Ocurre que el pobre cangrejillo que camina como chencha (hay que bailar con ritmo cubano para saber de qué estamos hablando) ignora su condición de supuesta inmortalidad, por aquello de la conciencia: no la tiene.

Sin embargo, hay mortales que también parecen ignorarlo aunque viven en otras galaxias, más cerca, en la Tierra. Por caso, la inefable duquesa Cayetana de Alba, que si la miramos bien, con su novio joven y sus facciones trastocadas en vaya uno a saber qué animalito, está empeñada en ir para atrás, como el cangrejo, sólo que bailando sevillanas. Y en estas pampas, si uno presta atención, hay muchos animales sueltos que caminan como chenchas tan campantes con caras monstruosas en patios cerrados paquetísimos, al mejor estilo de la película Brazil, una ficción que se ha vuelto realidad total.

No hace mucho, la conductora estadounidense Joan Rivers –hecha de nuevo una y otra vez por cirugías plásticas de arriba abajo– no logró salir de la última operación para mejorar sus cuerdas vocales.

Seguro que también se le habían estirado en la desmesura de sus tironeadas de piel, boca, pelo, rellenos hialurónicos y ainda mais. En fin, menos mal que en nuestra pantalla chica Nacha Guevara ya está cerca de retroceder a los quince añitos con corona de flores como Afrodita. Sin tiara de brillos, ni vals, que para eso el señor de los anillos riales no tiene parangón.

ENTRE VIVIR Y DURAR

 

 

Según el diccionario de la RAE, se entiende por inmortalidad a la cualidad de ser inmortal y a la duración indefinida de algo en la memoria de los hombres. Es esto lo que desde el principio de los tiempos la criatura humana ha buscado. Permanecer en la memoria de los otros. Tenemos claro que muchos lo han logrado.

Desde Bach a Los Beatles, desde Homero a Borges –cuyo cuento El inmortal precisamente hace que nos horroricemos por la sola idea del castigo a ser infinitos–, de El Bosco a David Hockney, del Partenón a Rodin. Y siguen las firmas extraordinarias fijadas en la memoria humana. No es lo mismo vivir mucho y sin saber muy bien para qué. O sí, claro: para estar en el Libro Guinness de los Récords. Sakari Momoi ha sido reconocido como el hombre más viejo del mundo.

Este japonés de 111 años de edad es el sucesor del polaco Alexander Imich, fallecido el último mes de junio, quien era sólo un día mayor que Sakari. El señor Momoi lleva una vida tranquila, vive en una residencia para mayores en Tokio y su estado de salud es bastante bueno.

Aún así ha manifestado recientemente que su intención es vivir sólo dos años más. Otro dato del Guinness: Leandra Becerra es la mujer más longeva. Nació en Guadalajara (México) en agosto de 1887, y a sus 127 años goza de una relativa buena salud, únicamente ha perdido algo de vista y un oído, pero en su último reconocimiento médico no se le detectó ningún tipo de enfermedad. Leandra vive en Jalisco con uno de sus muchos nietos. Muchos, porque puede presumir de tener 153 descendientes, entre ellos 20 nietos y 73 bisnietos.

Y por último, que quede claro: el animal que más vive es la medusa inmortal. Es una medusa que tiene la habilidad de transdiferenciación, es decir, de volver a su estado de pólipo (es como si los humanos pudiéramos volver al estado de recién nacido). La edad que puede alcanzar no se puede determinar pues es biológicamente inmortal, sólo muere por enfermedades o por ser comida, no por vieja. El diablo, dicen los que saben, sabe por diablo… pero más sabe por viejo. También, dicen los que saben, que eldiablo es inmortal. ¿Será? Chi lo sa.

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