El hombre que se cayó del tren
Damas y caballeros, he aquí un homenaje al gran Garland Jeffreys, que en los ochenta tuvo el buen gusto de salir de la nada para salvarles la vida a los que estaban a punto de morir ahogados en música romántica y otros sonidos igualmente olvidables.
Empezaban los 80 en Buenos Aires, donde las cosas eran básicamente una mierda, socialmente hablando, y un embole en lo artístico. No pasaba nada, estábamos todos cuidándonos las espaldas, hablando poco, saliendo sólo a los lugares conocidos, esperando el día de mañana con incertidumbre, sin saber si lo íbamos a terminar en casa o en una comisaría y, en el peor de los casos, vivos o muertos. En fin, aquí nunca fue fácil desarrollar tareas creativas distendidos, nunca.
Un tiempo antes, Charly García había titulado esa parte de nuestra argentinidad en una canción de La Máquina de Hacer Pájaros que se llamaba “¿Qué se puede hacer salvo ver películas?”. Teníamos cientos de situaciones análogas: ¿qué se puede hacer salvo jugar a la pelota en el campito?, ¿qué se puede hacer salvo ir a comer una pizza a El Cuartito?, ¿qué se puede hacer salvo escuchar discos? Y así pasaba la vida de los jóvenes sobrevivientes que llegamos a los 80.
Sin embargo, había una serie de hitos vivientes, de lugares inexpugnables donde los que resistíamos esos años de mierda nos sentíamos acompañados, menos solos, héroes cobardes convencidos de que un día todo cambiaría. Había sitios como Jazz & Pop, con buen jazz en serio, desde Litto Nebbia hasta Chick Corea. Había refugios como la Galería del Este (la vieja, en Maipú y Marcelo T., donde la intelligentzia porteña tomaba café); enfrente estaban El Agujerito y la Librería de la Ciudad. Todavía quedaban resabios de los lumpenajes que frecuentaban Jamaica y demás cabarulos en el Bajo, y algunas fiestas de música y excesos que se hacían itinerantes para que no las pudiera localizar la verde autoridad.
Y había un programa de radio que todos escuchábamos para saber qué pasaba fuera de Buenos Aires: El tren fantasma. Un programa como no hubo otro jamás en todo el mundo, inspirador de los que fundamos Rock & Pop, empezando por Daniel Grinbank, su fan número uno, tanto que el primer programa que emitió la Rock & Pop fue El tren fantasma, creación del genial Daniel Morano, una página grande en la historia de la radio y del rock en la Argentina.
¿Dónde linkea todo esto con lo que voy a relatarles? Bueno, es que en ese programa escuché por primera vez una canción de Garland Jeffreys, y jamás olvidé ese momento, porque la música de ese instante era “Modern Lovers”. Una pelotudez, la verdad, pero quedó siempre en mi memoria emotiva por la música, tan ochentas, tan moderna en su momento como todas las cosas que marcan una época para cualquier persona de espíritu inquieto, como los libros prohibidos de Julio Cortázar y de Alejandra Pizarnik, y las películas de Roman Polanski y de Armando Bó.
La cuestión es que una tarde me hice del disco de Garland Jeffreys y lo llevé a la radio, donde no lo pude poner en el aire porque la locutora a la que le musicalizaba el programa quería hits y románticos (¡Dios!), pero se lo mostré a todos mis colegas, que quedaban con la boca diciendo “¡Uh!” en silencio. Es que Garland empatizaba con nosotros fundamentalmente porque en su Nueva York él mismo era bastante marginal. Era hijo de un negro y de una boricua, o sea un newyorker mitad negro y mitad latino, nacido en 1943 y crecido a puro rock ‘n’ roll, que se hizo muy amigo de Lou Reed en las clases de Historia del Arte de la Syracuse University y con quien compartió claustros antes de que apareciesen Andy Warhol y la Velvet Underground. Anduvieron juntos en sus inicios hasta la Velvet, tanto es así que el guitarrista en la placa debut de John Cale solista es nada menos que Garland.
Para muchos es el verdadero creador del rock teatral que unos años después desarrolló Peter Gabriel en Genesis, cuando cantaba disfrazado de clavel. Ya en los años 60, Garland cantaba disfrazado, pero muy en serio, contra el racismo, la violencia de género, las desigualdades sociales y todos los males de este mundo, pero cantaba divertido, eran canciones de protesta, si se quiere, pero nada dramáticas, densas, aburridas o tristes, sino todo lo opuesto. Debutó discográficamente en 1973, ese gran año para la música, como solista con Dr. John en clavinet, y nunca paró.
Pero fue en 1980 que hizo Escape Artist, quizás no su mejor disco, pero síel más escuchado en diversos tugurios de Buenos Aires. Ignoro cómo suceden esas cosas, ya lo saben, pero este fue un disco que crucé muchas veces en esos tiempos, en cabinas de pubs, en discotecas de radios o bien en casas de chicas bien. Para ir aclarando algunos asuntillos, aquí fue donde escuché por primera vez “Dub Style”.
Para dar una mejor idea de la influencia de Garland en quienes lo escuchamos, hay que decir que en esos años ya había muerto el rock sinfónico a manos de la música disco y del punk que había en las ondas radiales. Para los más puristas, esos que eran fans de Dylan o de Pink Floyd, lo más nuevo eran Dire Straits o Tom Petty and the Heartbreakers. Los flamantes pospunks se subyugaban con The Police o The Cure (nuevitos, nunca taxi); los modernos curtían new wave a dos manos, con Joe Jackson, Talking Heads y Rockpile, digamos; los discotequeros lloraban lágrimas de strass conformándose con Blondie, y los rockers más básicos comenzaban a aclamar a Tom Waits y a Bruce Springsteen.
Pero Garland no entraba en ninguna de estas alacenas, un margineto adorable, eso era para nosotros, adorables marginetos porteños. Y sucede que para que haya margen tiene que haber hoja, cuanto más trascendente es la hoja, más importante es el margen. Y como vemos, acá la hoja estaba genial. Y Garland Jeffreys lo sabía.
Quiero significar que Jeffreys tomó cosas de la hoja para moverse en ese margen como un dios griego en el comienzo de la civilización. Si tenemos en cuenta a quienes tomaron parte del disco, confirmamos lo sospechado, que toda gran hoja genera un buen margen.
Para empezar Adrian Belew en guitarra, que venía de hacer Sheik Yerbouti con Frank Zappa y Lodgers con Bowie, nada menos; el general del dub Linton Kwesi Johnson apiló voces junto a David Johansen –ex cantante de los New York Dolls–; el mismísimo Lou Reed y Nona Hendrix, la prima de Jimmy y creadora de Lady Marmalade. Los tecladistas eran Roy Bittan y Danny Federicci, ambos de la E Street Band de Springsteen; estaba Michael Brecker en saxo y su hermano Randy en trompeta. Larry Fast, de Hall & Oates y Peter Gabriel Band, en sintetizador; Earl Wire Lindo de los Wailers de Marley también en teclados; G. E. Smith (ex Bob Dylan y líder de la Saturday Night Band) también en guitarra, y para no aburrir, Steve Goulding, de Graham Parker & The Rumours, y Jimmy Maelen de Roxy Music en baterías y percusión. Una linda lista para una fiesta de cumpleaños. Todos atrás de Garland Jeffreys para participar de uno de los discos con más lindas canciones de esos tiempos: basta escuchar “Modern Lovers”, el romántico reggae “Christine”, la definitiva versión del clásico “96 Tears” de The Mysterians o el demoledor dub de “Graveyard Rock” para sentirte el rey de los 80. Sin otra situación me despido de ustedes hasta más ver, con un gran beso para todas las damas. Gracias por todo. So long boys.
“Para muchos es el verdadero creador del rock teatral que luego desarrolló Peter Gabriel en Genesis, cuando cantaba disfrazado de clavel.”