Dios y los astronautas del destino

 

La ciencia y la religión compitieron durante siglos como si hubiera que elegir entre la fe y el conocimiento, entre lo material y lo espiritual. Hoy la física cuántica pone fin a la batalla y ofrece una mirada superadora.

Durante centurias la religión y la ciencia ortodoxa tomaron el control del conocimiento para dividirlo en una feroz competencia entre el dogma espiritual –en manos de la Iglesia– y el materialismo como terreno a cargo de la ciencia. Así fue como toda dinámica del Universo se consideró como un inmenso mecanismo predecible, en cuyo orden el hombre no tenía ninguna incidencia. La materia fue entendida como una consecuencia de la Creación y, por dogma, todo debía estar en manos de Dios. Siendo la Iglesia la representante divina aquí en la Tierra, tenía bajo su responsabilidad el poder para explicar todo descubrimiento científico en términos eclesiásticos como obra magna de Dios y en su carácter destructivo o negativo una acción maléfica de su eterno rival, el Demonio. La Iglesia poseía el control del conocimiento, arbitrando una puja eterna entre el bien y el mal, el caos y el orden bajo la lupa de la fe. En el siglo XVII, cuando la ciencia empezó a desarrollarse, fueron los científicos del momento –llámense Kepler, Bacon, Boyle, Giordano Bruno y Newton entre otros– los que opinaban mediante sus propios descubrimientos que el progreso científico sustentaba y no contradecía a los dogmas de la fe. Efectivamente el conocimiento del Universo arrojaba evidencia de la obra de su creador y, por lo tanto, el progreso de la ciencia acercaba a la humanidad hacia Dios. “El único camino para llevar a cabo el amor de Dios es comprendiendo las obras de su mano, el Universo como expresión natural del Creador”, decía Kepler.

El científico es más creyente

 

 

Según un estudio llevado a cabo en los años 90, se encontró que entre los científicos existía un porcentaje mayor de creyentes en Dios que entre quienes desarrollan otras actividades. Probablemente este declive de la religión no sea un problema eminentemente científico sino que responde a diferentes factores entre los que los cambios tecnológicos, económicos, sociales y políticos tienen también un rol importante sobre el sistema de creencias espirituales.

En la actualidad el progreso ha jugado un papel esencial en el olvido creciente de la religión por un gran porcentaje de la población. La ciencia no puede probar la existencia de Dios y mucho menos descubrirlo en “paños menores”, pero gracias a la alta definición de sus telescopios su magnificencia se revela de tal forma que, para algunos hombres de ciencia, aprender acerca del Universo ofrece indicios sobre lo que Dios podría ser. ¿Vamos rumbo a un acercamiento definitivo entre la ciencia y la espiritualidad, o será que la ciencia y la religión nunca estarán verdaderamente reconciliadas? Quizás no deberían estarlo. El motor que moviliza a la ciencia es la eterna duda, mientras que el de la religión es la certeza de la fe.

Una relación de conflicto

 

 

La relación conflictiva entre la ciencia y la religión se prolongó durante los primeros decenios del siglo XX. En 1976 Pablo VI iniciaba una era de reconciliación cuando aseguraba que la mentalidad religiosa no tiene nada contra el progreso científico sino que, al contrario, lo favorece y lo integra con su culto a la verdad.

No cabe duda de que el conocimiento que poseemos hoy sobre el Universo es un conocimiento objetivo basado en la observación científica y no una visión subjetiva basada en un dogma religioso. El Universo como verdad existente es objetivo y por lo tanto “es” una realidad observada que intenta ser explicada subjetivamente por el observador. Por lo tanto toda visión e interpretación que se realice del Universo es relativa. Al no ser fruto de un dogma, la ciencia nunca puede asegurar la existencia de una verdad absoluta sino que ofrece postulados que son relativos y sujetos al cambio. A lo largo de la historia se han descartado teorías que un día se aceptaron como verdaderas y reemplazadas por un nuevo entendimiento de una misma observación.

Con el surgimiento de la era espacial y la creación de una nueva visión astrofísica del Universo y su realidad, la física cuántica comenzaría abriendo un nuevo camino de unidad entre ciencia y religión. Los físicos cuánticos comenzaron así una extensa tarea por espiritualizar la ciencia y cuantificar la espiritualidad, abriendo las puertas al conocimiento verdadero que reconoce el potencial transformador y co creacional de realidades en nosotros mismos. Gracias a la física cuántica el hombre dejó de ser un “astronauta” del destino para pasar a ser protagonista consciente de todo lo creado. La esquiva realidad del mundo subatómico abrió una nueva frontera de unión entre la ciencia y la espiritualidad.

La dualidad

 

 

A niveles cuánticos, la conciencia es parte integrante y determinista de la realidad, esto significa que la realidad cuántica es un estado indeterminado, entonces el observador forma parte de la realidad y es quien la cocrea. Esto puede comprenderse bajo un principio clásico de la dinámica cuántica, el de la dualidad onda- partícula: el observador, con el simple acto de observar, determina el estado de la función en onda o en partícula. La visión es una propiedad de la conciencia, entonces la conciencia cocrea aquello que observamos.

Somos partícipes de un mundo cuántico que cambia de estado de acuerdo a los observadores-participantes de la realidad. La dinámica cuántica es un pilar clave en la unión entre la materia y la conciencia, estableciendo una nueva concepción de nosotros mismos y la espiritualidad entendida desde el mundo subatómico.

La dualidad de la existencia onda-partícula (o bien energía-materia) está determinada por nuestra observación. A esto habría que agregarle que el perceptor (sujeto) y la fuente de emisión (objeto) están en una interrelación de resonancia conocida con las siglas PCAR (Conjugación Adaptativa de Fase de Resonancia), que permite que la información sea adecuadamente recibida por el receptor en función de su propio nivel de conciencia. Esto puede simplificarse asegurando que cada individuo recibe la información que merece o puede entender de acuerdo con su nivel de comprensión y asimilación consciente de recepción. Es allí donde radica el secreto de la fe, las cosas pueden ser cambiadas si uno “cree” y “siente” aquello que piensa y desea.

Seguramente tanto la gente de profundas convicciones religiosas como los grandes científicos tratan de comprender el mundo y sus secretos intangibles. En otro tiempo la ciencia y la religión fueron vistas como dos formas, fundamentalmente diferentes, incluso antagónicas, de perseguir tal búsqueda, y la ciencia fue acusada de enterrar la fe y matar a Dios. La ciencia es incompleta sin la esperanza final que la espiritualidad aporta al punto en que el misterio de la existencia se escapa a la comprensión  humana. A diario el ser humano se hace muchas preguntas que caen fuera de la competencia de la ciencia y que la ciencia misma no puede comprender ni explicar. Tanto la ciencia como la espiritualidad, ya sea religiosa o mística, se necesitan la una a la otra. Así lo formuló Einstein antes de morir, cuando dijo que “la religión sin la ciencia está ciega y la ciencia sin la religión está coja”. Por su parte Juan Pablo II afirmó que la ciencia puede purificar la religión del error y la superstición, y la religión puede purificar la ciencia de la idolatría y los falsos absolutos.

El problema de la competencia es que “compite” quien cree que vivimos y nos manifestamos en un mundo con diferentes aristas de entendimiento. Pero lo único cierto es que el proceso de búsqueda, ya sea a través del conocimiento o de la fe, es comparable al de escalar una pirámide: subas por el lado que subas, siempre llegarás a un único punto situado en lo más alto, donde las cosas se ven claramente sin división ni competencia.

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