El confín de la esperanza
Si esta vida y este presente son lo único que tenemos, debemos cabalgar el hoy porque en él vamos montados. La esperanza, para los envenenados de memoria, es la antorcha que ilumina el pasado y sus tinieblas. Y es la intención de volver a probar lo que nos impulsa a continuar el viaje.
La vida se desgasta y con ella la esperanza. La vida acontece y en su fuga irrevocable sólo va dejando el légamo, escueto sedimento amasado con tristezas.
Cobijados por Saturno, habitantes de un mundo que se resuelve en pura inmediatez, el paso de la vida nos va curtiendo en melancolías, puesto que cada año que se esfuma nos obliga, espectadores de nosotros mismos, a marcar una muesca en la guadaña de la muerte. No nos haremos más jóvenes ni más bellos, probablemente tampoco más sabios, pero tenemos que seguir viviendo. Ese es nuestro destino. Y también nuestra condena.
Si uno calibra con justeza, resulta imposible vivir con la esperanza de los cándidos, a no ser que uno sea un optimista consumado, un miope absoluto o un auténtico cretino. A este punto, debo puntualizar que si como yo se ha nacido mexicano, bajo una bandera que lleva en sus colores el verde de la esperanza y el rojo de la muerte, uno no es el mejor dispuesto para entonar un canto de alegría en el mañana, con la mirada perdida en un próximo horizonte.
Hace más de un siglo Nietzsche reveló la insustancialidad de la justicia distributiva, es decir, en esperar por una existencia alterna e improbable en la que todos nuestros males y congojas serán resarcidos. No. Esta vida y este presente son lo único que tenemos, y así como resulta poco tangible un cielo de dinosaurios o de ballenas, es poco factible –aunque no imposible– un cielo de los hombres. Por ello mismo debemos cabalgar en el presente. Porque en él vamos montados.
Las tormentas del pasado
“Desde luego, toda vida es un proceso de demolición”, escribió Francis Scott Fitzgerald en un texto a medio camino entre el relato y el ensayo titulado The Crack-Up, y no se equivocaba. A todas luces la experiencia de “estar vivo” cobra sentido por el hecho básico de que nos dirigimos hacia la muerte, de ahí que no seamos otra cosa que una magnífica entidad que se construye de continuo para disiparse con el esplendor de las grandes obras dedicadas al vacío, como las vastas catedrales o la escritura de libros. Sin embargo, es precisamente la intención de volver a probar –de fracasar mejor– lo que nos impulsa a continuar el viaje. La esperanza, para los envenenados de memoria, es la antorcha que ilumina el pasado y sus tinieblas.
Y es que para vivir con esperanza es necesario conocer su contraparte: el arrepentimiento. El acto de arrepentirse –denostado por la superación personal pagada de sí misma y por el evangelio de nuestro frívolo presente que reza en boca de figuras mediáticas y otros imbéciles “nunca me arrepiento de mis actos porque son míos”, así como por la hipócrita moral judeocristiana abocada a desarrollar la culpa como una herramienta de dominio sobre la singularidad de las masas– es un ejercicio moral del individuo que plantea una ética colectiva: asumo una falla personal y deseo remediar la circunstancia amistándome con el entorno, deseando ser mejor. La contrición, cuando no se trata de una bellaquería a la usanza del catolicismo oportunista que permite todo tipo de desmanes, es un acto desesperado que procura a toda costa el alivio, como quien busca en el desierto el consuelo del oasis. El remordimiento, en su profundo desasosiego, es la daga impasible que nos torna plenamente humanos. Alguien incapaz de reprocharse sus actos no sólo ha perdido la posibilidad de convivir consigo mismo sino que, en el sentido literal de las palabras, es incapaz de experimentar la cordialidad y la gratitud, conceptos esenciales para vivir con fe en el planeta.
La existencia, como nos demuestra la experiencia, suele presentarse por momentos como un intricado mapa de decepciones que contribuyen a volver siniestro el de por sí extravagante suceso que significa estar con vida; de ahí que la posibilidad de desdecirnos, de recular nuestras acciones, sea un derecho legítimo. El arrepentimiento es un atributo de aquellas conciencias que se han visto sin obsecuencias de cuerpo entero en el espejo. La cultura de nuestros días, gestada en un capitalismo asesino y vulgar, se decanta por “una vida al límite” en la que todos nuestros actos se encuentran justificados por una suerte de hedonismo narcisista que no conoce otro referente que su propia satisfacción egotista, negando de esta manera una de las condiciones indispensables para vivir en sociedad: la empatía. El desarrollo de sociedades altamente individualistas ha contribuido de manera categórica y criminal a que toda preocupación que no esté dada única y exclusivamente desde el yo sea desechada por anacrónica o ridícula. En esta tierra de caníbales, ponerse en el lugar del otro se ha vuelto un delito de lesa humanidad. En ese sentido, sólo un temperamento soberbio, estúpido u obcecado puede pensar que ninguno de sus actos puede ser enmendado.
Sólo aquellos acomplejados que ignoran que la vida es un proceso de creación y destrucción continuo pueden sentirse perfectamente cómodos –a todas horas– en sus zapatos.
Esperar sin esperanza
Entre las historias que conozco sobre el arrepentimiento y la esperanza, ninguna me parece tan conmovedora y profundamente mal entendida como la de Judas, un hombre que pierde la fe en su profeta y pagará carísimo, por los siglos de los siglos, su humano derecho al desasosiego y la duda. Es sabido, según relata José Edmundo Clemente en su maravillosa Historia de la soledad, que Judas no sólo provenía de una familia acomodada sino que además era el encargado de llevar las finanzas de los apóstoles. Para Clemente, que no pretende exonerar a Judas, el discípulo es cualquier cosa menos un traidor, “un traidor sabe lo que quiere y Judas se comporta como un desesperado, aturdido por el tremendo vértigo de la ausencia de fe; por la punzante soledad de la religión”.
No obstante Judas no conoce otro destino que el del suicidio por ahorcamiento, muerte escalofriante donde las haya. Y vuelvo a citar a Clemente porque este apartado, amén de hermoso, es patético: “Soledad de los olvidados.
Pero más dolorosa todavía es la soledad de los incomprendidos, porque ella destruye para siempre la verdadera figura del recuerdo. Quedar sin patria y sin Dios. Nada menos. Como si fuera posible borrar de golpe el propio nacimiento; como si fuera posible vivir sin Dios, patria de la esperanza. Ni Judas puede hacerlo. Larga es la noche del corazón y su oscuridad sirve para afinar la percepción visual que descubre las ventanas del misterio. De los que encuentren el camino será el consuelo eterno; Judas lo sabe. Todos lo sabemos.
¿Quién ignora que el camino no es solamente fatiga que se aleja sino también esperanza que llega?”. La triste historia de Judas bien puede leerse como una alegoría de los arrepentidos, como lo ha hecho el catolicismo más infame, pero también como el evangelio del más triste de los olvidados: Antonius Block, el dubitativo metafísico de El séptimo sello, de Ingmar Bergman.
Y es que probablemente para vivir con esperanza, si uno ha despertado a la Matrix, sólo sea posible haciéndolo desde la posibilidad de fracasar de nuevo, de fracasar mejor. Después de todo, como bien lo supo Walter Benjamin, “no nos ha sido dada la esperanza, sino por los desesperados”.