Pienso, luego siento

 

Los científicos ya no creen que un gran coeficiente intelectual sumado a la mayor acumulación posible de datos definan la Genialidad de nadie. Por el contrario, casi todos están de acuerdo con que la inteligencia emocional es la gran herramienta del siglo XXI.

Vivir en el siglo XXI implica transitar una experiencia que nos exige desarrollar habilidades impensables. Inimaginables ayer nomás, cuando nos deslizábamos durante el pasado siglo XX hacia aventuras de conocimiento y virtualidades diversas que se parecían muchísimo más a lo que la literatura de anticipación nos había legado –desde Julio Verne hasta Ray Bradbury– que a este vértigo de información y cambio perpetuo que nos cobija (y desampara) en estos tiempos mutantes hasta el paroxismo. Lo único que aún parece no haber mutado desde Aristóteles hasta nuestros días, al menos en la intención del sujeto, es el deseo de alcanzar cierta de idea de felicidad aplicada al sentido que el filósofo apuntaba en su Ética a Nicómaco. Algo así como “hacer el bien (la felicidad) mirando a quien (el prójimo)”. En ese camino, mientras la desesperación y el afán aventurero llevan a cientos de personas a anotarse en la expedición que partirá en 2030 al planeta Marte, sin retorno, en plan de colonizarlo, hay quienes tratamos de utilizar todas las herramientas que tenemos a nuestro alcance para optimizar los beneficios de vivir nuestra modesta vida terrícola, planetaria y urbana. Pero no basta con ser inteligentes. Recordemos que inteligencia proviene del latín inteligere: intus (entre) y legere (escoger).

El origen etimológico hace referencia a saber elegir: esto es, a la capacidad de entender, resolver situaciones complejas o mostrar habilidad y destreza para escoger la mejor opción entre posibilidades a su alcance para resolver de manera acertada un problema.

La cosa no termina ahí. Un sujeto puede tener un coeficiente intelectual altísimo (que sería indicador de su óptimo nivel de inteligencia) y a ello sumarle un bagaje de conocimientos y erudición, indicadores que lo sitúan en un plano cultural superior. Sin embargo, si a estas virtudes no se les suma un manejo adecuado de su caudal emocional (emoción es la alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa o el interés expectante con que se participa de algo que está ocurriendo), las posibilidades de vivir en esta vida de una manera razonablemente armónica parecen imposibles. La inteligencia emocional está ligada precisamente a fortalecer actividades que nos ayudan a apreciar nuestras emociones y a emplear la sensibilidad como motivación para creer en y apostar a nosotros mismos y para mantener una buena relación con el otro, un otro que siempre es diferente a uno. Existen en un individuo distintos tipos de inteligencia que abarcan un amplio espectro: desde la inteligencia corporal, pasando por la musical, la visual, la lingüística, la lógica-matemática, la destreza manual-artesanal, hasta la meramente instintiva, una suerte de sexto sentido que guía a una persona como si tuviese capacidad de olfatear hacia donde debe inclinarse en determinadas situaciones complejas para resolverlas para sí y con los otros. Daniel Goleman fue el primero que, en 1995, sistematizó el pensamiento de numerosos científicos del comportamiento humano que cuestionan el valor de la inteligencia racional como único factor de éxito en las tareas concretas de la vida. Goleman concluye que el coeficiente intelectual no es la condición exclusiva para un desempeño exitoso. La “inteligencia pura” no garantiza un buen manejo de las vicisitudes que se presentan y que es necesario enfrentar para tener éxito en la vida.

El concepto de “inteligencia emocional” enfatiza el papel ecualizador preponderante que ejercen las emociones dentro del funcionamiento psicológico de una persona cuando esta se ve enfrentada a momentos difíciles y tareas importantes: los peligros, las pérdidas dolorosas, la persistencia hacia una meta a pesar de los fracasos, el enfrentar riesgos, los conflictos con un compañero en el trabajo. En todas estas situaciones hay una involucración emocional que puede resultar en una acción que culmine de modo exitoso, o bien interferir negativamente en el desempeño final. Cada emoción ofrece una disposición definida a la acción, de manera que el repertorio emocional de la persona y su forma de operar influirá decisivamente en el éxito o fracaso que obtenga en las tareas que emprenda.

Pero, ¿qué es exactamente la inteligencia emocional? Una primera respuesta puede ser “la capacidad de reconocer nuestros propios sentimientos y los ajenos, motivarnos y, de este modo, manejar bien las emociones, en nosotros mismos y en nuestras relaciones”. Esto incluye una serie de facultades.

Este conjunto de habilidades de carácter socioemocional es lo que Goleman definió como inteligencia emocional, que puede dividirse en dos grandes áreas: la inteligencia intrapersonal, que es la capacidad de formar un modelo realista y preciso de uno mismo, teniendo acceso a los propios sentimientos para usarlos como guías en la conducta, y la inteligencia interpersonal, o capacidad de comprender a los demás; qué los motiva, cómo operan, cómo relacionarse adecuadamente. Capacidad de reconocer y reaccionar ante el humor, el temperamento y las emociones de los otros.

“Estas áreas, a su vez, siguiendo a Goleman –dice el psiquiatra y psicoterapeuta Marcelo Hernández– pueden desarrollar diversos aspectos del potencial de inteligencia emocional de un individuo, a saber: a) la capacidad de percibir, valorar y expresar emociones con precisión; b) la aptitud de experimentar (o de generar a voluntad) determinados sentimientos en la medida que faciliten el entendimiento de uno mismo o de otra persona; c) la capacidad de comprender las emociones y el conocimiento que de ellas deriva (hay que aclarar que entender no es exactamente lo mismo que comprender, se trata de un concepto más abarcativo ligado a la fenomenología de Husserl y al universo emocional); d) la facultad de regular las emociones para fomentar un crecimiento emocional e intelectual. Es aquí, en la regulación de las emociones unidas a la inteligencia, donde reside el éxito de las relaciones de la subjetividad y de la intersubjetividad: en poder alcanzar como objetivo el logro de ese raro equilibrio que configura la templanza.”

Edith Cuello de Cisne

Y ahora, corresponde ilustrar este tema de la inteligencia emocional con una historia bellísima que supo contar Jorge Luis Borges en una de las clases sobre literatura inglesa que dictó en la Universidad de Buenos Aires, allá lejos y hace tiempo. Se dice que nuestro escritor no se destacaba por la capacidad de expresar sus propias emociones de manera inteligente y accesible en la vida cotidiana, que quizá su inteligencia se caracterizaba por un altísimo nivel intelectual y un acopio de información extraordinaria filtradas por sus aptitudes de inusual genialidad. En la ficción, sin embargo, supo hacer sobrevolar el grado más alto del romanticismo y la emoción. En la clase que dedicó al relato de la batalla de Hastings, recogida por Martín Arias y Martín Hadis en Borges profesor. El escritor recuerda la derrota de Harold, el último rey sajón de Inglaterra, a manos de los normandos, muerto en campo de batalla y a quien los monjes quieren dar cristiana sepultura. El escenario era de horror, confusión y espanto entre hombres y caballos destrozados por el combate. Fue entonces que un monje recordó a una antigua amante del rey muerto apodada Edith Cuello de Cisne. Dice Borges: “Sería una mujer muy alta, rubia, de cuello fino (...) el rey la ha abandonado y ella vive en una choza en medio del bosque.(...) El abad piensa que si hay alguien que puede reconocer el cuerpo desnudo del rey, es esta mujer. Entonces van a la choza, sale la mujer ya vieja. Ha envejecido prematuramente.

La gente en aquellos días envejecía muy pronto de la misma manera que maduraba muy pronto. Los monjes le dicen que Inglaterra ha sido ganada por los franceses, que esto ha ocurrido en Hastings, muy cerca de allí, y le piden a ella que vaya a reconocer el cuerpo del rey. Edith se abre camino como puede entre los cuerpos anónimos, y de pronto, sin decir una sola palabra, reconoce el cuerpo del hombre que ha amado. Se inclina sobre él y lo cubre de besos. Entonces los monjes reconocen al rey, lo entierran, le dan sepultura cristiana”.

Borges aclara que hay dos versiones sobre el final del rey Harold, la otra asegura que el rey no murió sino que se retiró a un convento e hizo penitencia por su vida tormentosa. Y allí, en el convento, era consultado por el ganador, Guillermo el Conquistador, y ambos trabajaban por el bien de Inglaterra. Y termina su clase diciendo: “Ustedes pueden elegir entre estas dos versiones, pero sospecho que preferirán la primera, la de Edith Cuello de Cisne, que reconoce a su antiguo amante, el rey muerto en el campo de batalla”.

Creo que esta, como pocas historias, expresa la inteligencia emocional de alguien que parecía no tenerla en la vida real. Edith Cuello de Cisne, ella en sí misma como protagonista de la escena y él, Borges, que así la soñó. Y así la contó.

La “inteligencia pura” no garantiza éxito en la vida ni es sinónimo de capacidad para enfrentar las vicisitudes que se presentan.

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