Como iPad por la vida

Pasiones y adicciones se confunden en una delgada y peligrosa línea difícil de controlar. En esta columna, el vicepresidente de El Arte de Vivir nos enseña a ser apasionados, pero no dependientes.

Mi hijo Oliverio tiene seis años y es adicto al iPad. Es decir, adicto como todo el mundo, creo. Un día decidí ensayar el tema de los límites y le dije que teníamos que hacer un experimento juntos: por tres días yo no hablaría por celular y él no jugaría con la tablet. Durante el resto de la tarde, Oli me volvió loco: “Pá, ¿cuándo voy a poder jugar?”/ “¿Mañana puedo jugar?”/ “¿Ya pasaron tres días?”. Yo perdí la paciencia y él se enfureció. Le grité “¡Terminála con el iPad!”, y él me dijo con mucha dulzura que yo también “juego todo el tiempo”. Es verdad, juego todo el tiempo. Juego a leer el diario, Angry Birds, Youtube, Instagram, Facebook, Twitter, iTunes, Netflix, y como soy de antes, juego también al Frogger. Tuve que admitir que soy algo apasionado por la electrónica. Que no lo puedo evitar, pero no es que tenga un problema, yo puedo controlarme. Sólo juego socialmente. Al día siguiente, Oli se acercó con lágrimas en los ojos. “Pa”, me dijo, “es que no puedo dejar de pensar en el iPad, trato de pensar en otra cosa pero no me sale”. Adicción, ¿se entiende?

 

Cuando yo tenía once años, mi tía, que vive en Estados Unidos, me trajo una computadora Commodore 20, anterior a la 64. A los diez minutos de recibirla, la desarmé por completo para ver cómo estaba hecha. Nunca más la pude volver a armar. Dos años más tarde, segunda máquina: no esperé a que mi hermano comprara el transformador y la enchufé a 220. Tenía tanta pasión por las computadoras que no pude disfrutarlas ni diez minutos. Me encanta que mi hijo sea un apasionado por la tecnología. Es algo que compartimos, que nos une y nos ayuda a entendernos. Pero me parece que tenemos confundidos los conceptos de lo que es vivir con verdadera pasión.

 

Estoy convencido de que no sirve de nada vivir la vida tibiamente. No tiene sentido no vivir al cien por ciento, disfrutando de cada momento en el reconocimiento de que cada instante es único. Vivir plenamente es vivir con absoluta dedicación: reírse al cien por ciento, trabajar al cien por ciento, jugar al cien por ciento, hasta enojarse al cien por ciento. La pasión es una cualidad de la naturaleza. Dicen que no existe nada en el cosmos que suceda a medias. En la naturaleza, cuando algo ocurre, ocurre al cien por ciento.

 

La confusión está en creer que nuestra pasión está en los objetos, en las actividades y en las personas que nos rodean. Cuando esto sucede, perdemos nuestra verdadera identidad. El des-apasionamiento no es vivir sin pasiones, sino todo lo contrario. Puede sonar paradójico: vivir desapasionadamente es vivir al cien por ciento sin que el objeto de tus pasiones te domine. Porque cuando creemos que está afuera, queremos más. Todo se hace insaciable hasta que nada nos alcanza. Así, perdemos el control y le otorgamos el poder a un objeto o evento externo a nosotros y, consecuentemente, perdemos libertad.

 

La libertad es la base de todo disfrute verdadero. Cuando perdemos la capacidad de elegir, nuestra pasión se convierte en esclavitud, caemos en una ilusión, una trampa. Así ocurre con las adicciones: el alcohol me toma a mí, el cigarrillo me fuma, el iPad me juega. Ocurre algo similar con otros vínculos: nuestra pasión por una pareja, por un trabajo, por el sexo, por un deporte o por cosas más pequeñas pero no menos poderosas: el helado, la ropa, el chocolate, las papas fritas. Frecuentemente otorgamos tanto poder a los objetos de nuestras pasiones, que lejos de encontrar la felicidad que buscamos en ellas terminamos perdiéndonos en un frenesí.

 

No debe existir mayor libertad, mayor sensación de liviandad, que el reconocerse enteramente apasionado sin necesitar de nada externo para poder expresar nuestras cualidades.

 

Transitoriamente, mis cualidades se reflejan ahora en una comida, en un trabajo o en una relación. Imagináte vivir una vida en la que vos ponés tu pasión en las cosas y no en que las cosas tengan la autoridad de imponerte su pasión a vos. Debe ser algo así como pintar en el iPad, donde basta con pasar el dedo por la pantalla y, como por arte de magia, lo que toco se transforma del color que elegí. Algo así como pasar por la vida impregnándola de uno, sin quedar preso de nada.

 

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