Me caigo, me levanto, vuelvo a caer
Óscar, Augusten y Lowell son tres de los antihéroes más patéticos de la literatura contemporánea, sin embargo da gusto leer sus vidas, contadas por escritores imaginativos que atrapan al lector con recursos poco o nada ortodoxos.
Durante la secundaria le gritaban (o arrojaban) cosas en los pasillos. Óscar Wao, hijo de dominicanos que emigraron a EE.UU., es un joven gordo y solitario que espera ansioso poder cerrar la puerta para enfrascarse en sus videojuegos, cómics y libros de ciencia ficción. Mientras sus compañeros miden su testosterona en cantidad de conquistas sexuales, él no tiene suerte con las mujeres –algo considerado por sus pares “muy poco dominicano de su parte”–, y a pesar de sus muchos intentos sigue siendo virgen (y lo seguirá siendo). Sus parientes intuyen que carga con lo que en su país de origen llaman “fukú”, una especie de maldición que en el caso de su familia parece haber hecho estragos por generaciones, y él, a contramano del estereotipo del macho caribeño sensual y arrebatado, por el momento es un perdedor nato. En palabras de Junot Díaz, autor de La maravillosa vida breve de Óscar Wao, su protagonista es un “paliguayo”: un neologismo tan peyorativo como simpático que remite al inglés party watcher (el que mira las fiestas, el que se queda afuera). Pero él está tan acostumbrado a las caídas que no se resigna: aunque fracase, sigue buscando y alimentando amores fallidos por todos lados. De más está decir que tamaña capacidad para el cariño sumada a su pasmosa ineficiencia le parte el corazón a diario (y confesémoslo: también a los lectores, en cada página). Pero él se levanta, una y otra vez.
Como trasfondo de sus desventuras aparece también la historia de República Dominicana y del dictador Leónidas Trujillo, con sus conocidos derechos de pernada, su despotismo, su impunidad y la marca que sus años en el poder dejaron en su sociedad. Junot Díaz, nacido en Santo Domingo y residente en los EE.UU., obtuvo el premio Pulitzer por esta novela escrita en un curioso espanglish, que pone de manifiesto las tensiones y complicidades entre el inglés y el español. “Es old school pa’ eso”, “Qué más fantasy que las Antillas”: ninguna palabra aparece en bastardillas, no hace falta. Los idiomas están mezclados en el habla de Wao porque su lengua es otra, por eso la escritura de Díaz tiene la melodía de una oralidad emparchada, sometida y recuperada, a veces absurda, siempre rica. El resultado es único. Esta novela también.
Yo estoy al derecho, al revés estás vos
Pobre Augusten. Tiene doce años, sus padres acaban de separarse y su madre sufre, de a ratos, serios desequilibrios mentales. Pero cuando ella se enamora de una vecina y decide dejarlo a cargo de su psiquiatra, la cosa se complica. La extensa familia del doctor (su mujer legal, sus otras mujeres, sus hijas y un hijo adoptivo de más de treinta años, un pedófilo que antes fue su paciente) excede sobradamente lo que podría catalogarse como disfuncional.
Sus hijas pueden romper a martillazos el cielo raso “para desahogarse”, su mujer come comida para perros y él busca en sus propios excrementos la clave de mensajes divinos. En suma: un delirio. Pero los delirios (y las realidades) suelen imitar muy bien a las ficciones y de hecho Recortes de mi vida está basada en la historia real de su autor, Augusten Burroughs, quien afirma haber vivido en su adolescencia las anécdotas que narra en la novela, por más disparatadas que estas parezcan.
En su nueva casa, donde la libertad sexual se impone, se siente confiado para asumir abiertamente su homosexualidad y allí mismo le presentan a un candidato: un neurótico ex paciente del doctor, 20 años mayor, con quien tiene su primera experiencia sexual. A pesar de la soledad, la irresponsabilidad y sus desbordes, lejos de una mirada autocompasiva, Recortes de mi vida es una novela llena de vida en la que el humor siempre se adelanta: después de todo, su tutor estaba dispuesto a firmarle certificados de demencia si quería faltar a la escuela cualquier día.
A pleno
Lowell Lake tiene 30 años, un matrimonio de casi una década y, tras una infructuosa carrera como escritor, un trabajo estable en una revista especializada en plomería (una actividad de la cual desconoce casi todo). Vive con su mujer en un modesto departamento de Nueva York y sigue siempre las mismas rutinas, hasta que un día lo asalta algo así como una epifanía: descubre que no tiene una vida que valga la pena.
¿Qué hacer para remediarlo? No lo tiene muy en claro: cualquier cosa, algo. ¿Qué tal comprar una vieja casona en la peor zona de Brooklyn, obsesionarse con la biografía de su anterior dueño y poner todo su dinero y energía en remodelarla, a expensas de su matrimonio y aun sin tener interés alguno en la arquitectura y ni siquiera en vivir en un lugar mejor o distinto? El derrotero que narra Una vida plena, de L. J. Davis –escritor norteamericano tardíamente reconocido como novelista y fallecido en 2011– es una ristra desopilante de malas decisiones que, combinadas con un sentido del humor sutil y persistente, hacen de la ironía y de la absoluta carencia de autocrítica toda una forma de vida.