Las cosas por su nombre
Ante un mismo hecho hay montones de miradas diferentes, y los dichos populares suelen acertar a la hora de tomar posición. Pero a veces ayuda más una buona canzonetta, como comprobó Carola, la Bella, cuando enfrentó al cacique Yaguareté.
A propósito de las diversas maneras de mirar la realidad, surgen algunos refranes populares como herramientas de apoyo. Lo que la gente necesita, por lo general, frente a los naturales obstáculos que propone (o impone) la vida en su devenir, es proveerse de escudos o mecanismos defensivos para poder sobrellevarlos. Sortearlos, vencerlos o simplemente enfrentarlos con razonable fortaleza o sentido común.
De ahí que frente a un contratiempo, un sujeto trate de aferrarse a las frases que están en el imaginario colectivo. Por caso, si algo sale mal, aquel antiguo mensaje popular de “Al mal tiempo, buena cara” suele lograr muy buenos efectos en el prójimo. Algo así como “¡No te abrumes y mirá el lado positivo de las cosas, el vaso medio lleno y no el medio vacío!”. O “¡Resignáte, que ya pasará y vendrán tiempos mejores!”. Porque el valor del tiempo, cambiante por esencia y a la vez repetitivo, en tanto se trata de ciclos habituales de reiteración temporal, implica estar atentos a una contradicción dialéctica permanente.
Ante un mismo hecho existen miradas diferentes. Si hablamos de nutrirse de optimismo frente a la adversidad, podemos acudir a frases de escritores famosos como Oscar Wilde, que decía: “La razón de que todos seamos tan amigos de pensar bien de los demás, es que todos tememos por nosotros mismos. La base del optimismo es simplemente el miedo”. En tanto, E. W. Stevens opinaba exactamente lo contrario: la condición esencialísima para ser optimista es tener una absoluta confianza en uno mismo. Por exceso de miedo o de confianza, el optimismo aparece en la vida de un sujeto como la manera de no dejarse vencer.
Refranes populares o interjecciones: modos del lenguaje para descargar sentimientos, emociones, broncas. A la mayoría de la gente le cuesta mucho aceptar el fracaso o la frustración sin intentar remontarlos. En castellano existe la palabra “carajo”, muy de moda por estos días, de origen incierto aunque proveniente de diferentes países de América Central y del Sur, que ha sido incorporada en el lenguaje coloquial latinoamericano, cuyas acepciones, según el diccionario de la Real Academia Española , van desde el rechazo, hasta la ponderación. Veamos:
Carajo. 1. al ~ Denota enfado o rechazo. Al carajo el informe. 2. Para expresar disgusto, rechazo, sorpresa, asombro. 3. del ~ Muy grande o intenso. Un susto, un frío del carajo. 4. importar algo un ~ a alguien. No importarle nada. 5. Irse algo al ~ Echarse a perder, tener mal fin. 6. Mandar a alguien al ~ Rechazarlo con insolencia y desdén. 7. un ~ Para ponderar. Cuesta un carajo.
De modo que atentos al uso de esta interjección entramos en niveles despectivos o, en la otra punta, de ponderación extrema. Dar (o darse) ánimo: “¡Vamos, carajo!” puede gritarse Tévez en cualquier cancha europea al hacer un gol. O Del Potro, al ganar un set en el espacio inmaculado de Wimbledon.
En tren de dar ejemplos de lo contrario: bronca, furia, frustración, etcétera, recordemos las palabras acuñadas por el archivo de un canal argentino cuando la gran dama de la televisión argentina, la señora Mirtha Legrand, se despachó con dos palabras un tanto chocantes previas al impacto del ¡carajo! final atesoradas por el micrófono abierto en un corte de sus paradigmáticos almuerzos.
El delicado equilibrio
“Nacer es como caer en el mar, y es necesario hacerse sostener por él hasta el fin”, decía Joseph Conrad. “No existe un fundamento sólido sobre el cual apoyarse, no hay fe o filosofías precisas que garanticen la elección y la bondad de las acciones”, sostenía el autor de El corazón de las tinieblas. Sabemos que tenemos que vivir en un delicado equilibrio. Sosteniéndonos sin caernos, sobre una ola. A veces la caída es estrepitosa. Todo depende de cómo y cuándo. Pensemos en la historia de Ana Karenina, la trágica heroína de Tolstoi. Para su siglo, esta mujer que elige la pasión por encima de las reglas de su tiempo, de la hipocresía y el honor decimonónicos en la Rusia zarista, termina como su época lo pide. Con la muerte, claro. Castigo que Tolstoi, más allá de la extraordinaria descripción de la condición humana masculina y femenina, se ve obligado a imponer a su protagonista en pro de una “condena moral” necesaria en ese contexto. Igual destino le toca en el mismo siglo XIX a la Madame Bovary de Flaubert que, al igual que Ana, y luego de diversos romances de infidelidad apasionada, termina su vida con el cianuro de la expiación.
Intentar consolar a personajes como Ana Karenina o Emma Bovary con frases del estilo de “Al mal tiempo, buena cara” o “¡Vamos, carajo!” resulta una tarea un tanto ímproba. Por suerte, la ficción y la vida real nos han legado heroínas menos proclives a la solución final de la que no hay retorno. En el medio, hay historias que merecen la pena ser recordadas para seguir bailando sobre una ola en esta vida, en este mundo, en busca del equilibrio soñado.
A fines del siglo XIX, Carolina Inés Migliorini (llamada con el tiempo Carola, la Bella) desembarcó con toda su familia italiana en La Sabana, Chaco. Corría el año 1890: el calor y los mosquitos no hicieron retroceder al entusiasta grupo que llegaba atravesando mares y ríos desde Piacenza, al norte de Italia. Para ser exactos, desde un minúsculo pueblito llamado Gropparello. Época tremenda aquella, signada por los malones de los indios tobas y mocovíes, con historias que rozan abismos de salvajismo, locura, romanticismo y delirios variopintos que la memoria guarda y alimenta con ribetes de realismo mágico. Uno de estos relatos está muy ligado a la historia de Carola, la Bella. Rubia de ojos claros, pelo largo hasta la cintura, viudita jovencísima, a los 23, la muchacha tenía un carácter bravo. Pronto se aclimató a la tierra: el calor no la asustaba, al contrario, le divertía andar descalza, con poca ropa, la suficiente para mostrar lo mejor que tenía: cintura breve, caderas anchas y cola levantada. Los gringos, Carola incluida, eran valientes y tenían ganas de quedarse y vivir en paz.
Se habían escapado de Europa por eso. Por las guerras y las hambrunas. Y hacer la América era un sueño que auguraba pan, paz y tranquilidad. Difícil empresa: a los mocovíes no les hacía ninguna gracia que les ocuparan las tierras que consideraban suyas, de sus antepasados. Por eso, cada tanto venían al caserío de “los blancos” por la noche, a caballo, con todos los rituales de la guerra puestos para asustar a los gringos. Alaridos, flechas, caras pintadas, plumas. Las fotos de la época registran los mejores tattoos que se puedan imaginar en pleno siglo XXI. Carola, la Bella, encontró el modo de cambiar la historia, la noche del 3 de octubre de 1899. El malón más feroz había arrasado unos días antes y ella había notado que a los tiros no se arreglaba nada. Caían indios, pero también los blancos se morían a flechazo limpio. A la tardecita de esa noche, Carola se bañó. Se lavó el pelo y no se hizo trenzas ni rodete alto. Se lo dejó suelto y se vistió de muselina estampada y botitas de brin. Cuando sintió los gritos del malón se paró enfrente de su casa y se quedó quieta, esperando. No bien distinguió la voz del cacique Yaguareté, se le iluminaron los ojos y empezó a sonreír. Así, se plantó en medio de la calle de tierra. Y así miró a los ojos del cacique mocoví: como abrazándose a sí misma, la boca sonriente de oreja a oreja y con la clara intención de cantarle al cacique una canzonetta de la costa amalfitana.
En un italiano refulgente, diáfano, Carola comenzó a desgranar la dulzura de “Torna a Sorrento”, que iba in crescendo hasta rozar agudos sopranescos mucho más fuertes que los alaridos de los mocovíes. En el instante en que cantó: “Torna a Sorreeentooo... ritorna a meeee”, el cacique Yaguareté ya estaba completamente enamorado de Carola. Perdido, le respondió: “Bajé del caballo, un beso te di, y fueron tus ojos claveles del aire”, todo esto dicho en lengua mocoví. Era bien impresionante la escena. El morocho se arrodilló ante Carola, creyendo que era una virgen, y en su idioma le pidió casamiento.
La tanita tampoco comprendía mucho el ofrecimiento, pero palpó los brazos duros como piedra de Yaguareté y no tuvo miedo de que la alzara y la llevara en la grupa del caballo. Mientras cabalgaban, felices, Carola le convidaba besos fragantes. Ahí nomás el cacique la convirtió en cacica, palabra que hasta la llegada de Carola no existía. Desde ese momento la guerra y los malones acabaron para siempre. Yaguareté y Carola fundaron una familia de italianos-mocovíes, bien rara: unos cantaban “Torna a Sorrento” y otros “Cacique catán, caiká la chigüé”, siempre a los gritos, cosa de que no se entendiera demasiado. Pero los sonidos eran bellísimos, como bello fue el amor de la gringa y el cacique bombón indio.
Las cosas por su nombre, sólo que el significado será dado por las circunstancias. Por el contexto. Por la secuencia en la que las palabras se digan. Se pronuncien. O se inventen. Y en tren de ser didácticos, pensemos en frases propias de nuestro acervo nacional. “Salga pato o gallareta, yo ya estoy jugado”, esto es, salga lo que salga, yo me juego hasta el final. Y esto implica al mismo tiempo valentía y temor. Porque los factores de riesgo son tan importantes como los que rodean a la seguridad y a las certezas.
Carola, la Bella, no se dejó vencer por la adversidad: cuando vio avanzar al malón se puso un vestido de muselina, botitas de brin y salió al encuentro del bravo cacique Yaguareté. Él, desconcertado, perdió la batalla y el corazón.