La ciudad imaginada

Buenos Aires sigue siendo de potestad de los peatones. A una ciudad sólo se la conoce caminando, o en todo caso en bicicleta, posibilidad futura que hoy por hoy ya es parte del paisaje.

Entre la nutrida variedad de ligerezas a las que somos tan adeptos, probablemente la más inútil –herencia de Nostradamus– sea la de predecir el futuro. Esbozar augurios y vaticinar escenarios de cualquier naturaleza, sobre todo en América latina, habla más de los apetitos del presente que de las posibilidades concretas del futuro: inmersos en realidades conflictivas, como demuestra una historia virulenta, acaso lo único por lo que pueda apostarse, si de ganar se trata, sea por la constancia del misterio. Nadie en su sano juicio podrá decir en este puerto qué carajo pasará mañana.

 

Hoy día Buenos Aires, si incluimos el área metropolitana integrada por Avellaneda, Lanús, Ezeiza, Florencio Varela, Tres de Febrero, La Matanza, Tigre, Escobar, Lomas de Zamora, Quilmes, San Isidro, San Fernando y Vicente López, es la décima zona conurbana más poblada del planeta, la segunda de Sudamérica y la tercera de América Latina, lo que vuelve al territorio un lugar estratégico y un laboratorio privilegiado para pensar e investigar el conflictivo futuro de las ciudades, nuestra esperanza y, como se ha visto demasiado en distintas partes del mundo, también nuestro fracaso. El siglo XXI en Buenos Aires será el de la pregunta por la identidad o no será.

 

Para ofrecer una aproximación con respecto a una Buenos Aires futura es preciso analizar dos elementos esenciales: su historia en el siglo XX y los actuales flujos migratorios a los que se encuentra sometida. Uno de los aspectos más interesantes de Buenos Aires durante el siglo pasado fue la imagen de sí misma como una “ciudad europea”, lo que no fue una casualidad, sino una intención construida por propios y extraños, lo que hizo de estas calles una experiencia urbana distinta a la de otras capitales latinoamericanas. De ahí la arrebatadora belleza de Buenos Aires, cuya característica principal consiste en parecerse a muchos sitios sin dejar de ser ella misma.

 

De acuerdo con Adrián Gorelik, la representación de la Reina del Plata como una de las grandes ciudades europeas se fundamenta y fortalece a partir de las celebraciones del Centenario de la Revolución de Mayo, en las que numerosos visitantes, al no encontrar la dosis de exotismo propia de la ciudades latinoamericanas, como la presencia indígena, la herencia virreinal o la arquitectura estadounidense, coligieron, para regocijo de los capitalinos, que como acá no había indios ni edificios de la Ford la ciudad debía ser una parte de Europa perdida en un continente de salvajes.

 

Es importante recordar que en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX la Argentina conoció un inusitado crecimiento económico que le permitió posicionarse en el incipiente imaginario global como uno de los países más prósperos y prometedores del orbe.

 

Gorelik distingue dos factores claves para entender esta configuración cultural de la ciudad: la dinámica migratoria todo de la población y el desinterés jurado por aquello que sucede fuera de los límites de la Capital Federal, que inciden neurálgicamente en la imagen que la ciudad construye al respecto de sí misma.

 

El conflicto central radica en el hecho de que la ciudad, pese a los cambios de índole histórica, demográfica y política que testimonió durante la segunda mitad del siglo pasado, no modificó todavía la representación de sí misma como ciudad europea, hecho que en la actualidad se ve negado no sólo por la norteamericanización de la cultura –hecho que cunde en toda América latina y aun en buena parte del mundo– sino por su latinoamericanización, que se refleja en la gran cantidad de bolivianos, peruanos y paraguayos que realizan trabajos poco cualificados y que origina relaciones de profunda verticalidad en las interacciones sociales. Esto no sucede en el caso de los chilenos, con quienes la aversión es mutua; los brasileños, mayormente turistas; los uruguayos, socialmente una extensión de los porteños; los colombianos, que se dedican a trabajar en el área de servicios mientras realizan estudios universitarios, y algunos mexicanos, que se encuentran en el país atraídos por la industria clerical que ha alcanzado Buenos Aires en materia de psicoanálisis, publicidad y diseño.

 

Amén de la migración latinoamericana, aún es temprano para calcular los escenarios que prodigará la profusa migración coreana, china y africana. Buenos Aires, a inicios de la segunda década del siglo XXI, es una ciudad cosmopolita pero no por los delirios palermitanos de parecerse a Manhattan o porque Puerto Madero recuerde a Barcelona, sino por los profundos contrastes humanos y simbólicos que suceden en barrios como Floresta y Once. La pluralidad de un territorio la dan los flujos, las mercancías y las interacciones sociales, no sólo el hábito de comer comida peruana o japonesa los domingos.

 

Uno de los rasgos más dichosos de la ciudad es que aún puede caminarse. El cáncer de sitios como Bogotá, Santiago o el DF mexicano ha sido su condición de ciudades para el auto, lo que homologa de la peor manera la experiencia urbana. Buenos Aires, por fortuna, sigue siendo de potestad de los peatones (a una ciudad sólo se la conoce caminando, o en todo caso en bicicleta, posibilidad futura que hoy por hoy en la ciudad es parte del paisaje).

 

Y es que, por más vueltas que se le dé al asunto, la única posibilidad de construir una ciudad futura es imaginándola, asumiendo que la relación entre el individuo y la ciudad debe ser un armisticio, algo que la vuelva, y a nosotros con ella, un lugar más pleno y más dichoso. No ese infierno por todos tan temido, sino una realidad, más utópica, medianamente armónica.

 

Al final de ese bellísimo poema en prosa conocido como “Las ciudades invisibles”, Italo Calvino escribe: “El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el que habitamos todos los días... Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es riesgosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y darle espacio”. Una Buenos Aires futura, como toda ciudad venidera, tendrá que estar fundada en el fervor de una esperanza.

 

Buenos Aires, a inicios de la segunda década del siglo XXI, es una ciudad cosmopolita pero no por los delirios palermitanos de parecerse a Manhattan o porque Puerto Madero recuerde a Barcelona, sino por los profundos contrastes humanos y simbólicos que suceden en barrios como Floresta y Once. La pluralidad de un territorio la dan los flujos, las mercancías y las interacciones sociales, no sólo el hábito de comer comida peruana o japonesa los domingos.

 

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