El último milagro de San Pablo

Había una vez en la que Caetano Veloso y Roberto Carlos se juntaron para cantar temas de Antonio Carlos Jobim. Sin pantalla gigante, bailarinas de pollerita corta ni fuegos artificiales al final, fue uno de los mejores shows jamás vistos y será difícil volver a juntar alguna vez tanto talento sobre un escenario.

Hace un lustro llegué a Río de Janeiro a fines de diciembre para disfrutar la reveillon en familia. Con mi mujer y mi varón más grande todos vestidos de blanco, tirando gladiolos al agua la noche de fin de año, pocas cosas me acercaron más a la felicidad que eso. La cuestión es que, no bien llegamos a Río, la visita obligada fue a Lojas Americanas, una especie de supermercados pequeños que están por todas partes donde se pueden comprar desde ojotas hasta un triciclo. Allí, en la puerta, me encontré con el lanzamiento para las fiestas del disco y video de un concierto realizado unos meses antes en San Pablo, en el auditorio de Ibirapuera, que a escasos días de aparecer ya superaba los tres millones de copias vendidas. Eran nada menos que Caetano Veloso y Roberto Carlos cantando juntos, algo bastante raro: que yo sepa llevaban más de veinte años sin hacerlo y la última vez, según me dijeron, había ocurrido en un estudio de televisión, justamente en el show que Roberto hacía para fin de año, sin público y con apenas un par de canciones.

 

 

 

Esto era diferente, porque, supongo que para evitar problemas, se juntaron para hacer exclusivamente canciones de Antonio Carlos Jobim, nada menos. Dios, ¡cuánta belleza junta! me grité a mí mismo, y ahí nomás desenfundé y me compré disco y DVD y, de haber en existencia, me hubiese llevado los muñequitos de los dos en el escenario.

 

“Ni es cielo ni es azul lo que se ve ahí arriba, lástima que no sea verdad tanta belleza, y es que la belleza no tiene por qué ser cierta”, dijo Macedonio, creo.

 

Y como me dijo un amigo carioca, capaz que ni son tan amigos ni están tan cerca artísticamente como parece, pero cuanta belleza son capaces de generar dos cantantes tan brillantes con un puñado de canciones perfectas. Y es que si algo tienen los tres en común es que son seres superiores. Jobim componiendo, Caetano interpretando y Roberto cantando. Si a esto sumamos que el repertorio elegido, entre tantas canciones firmadas por Jobim, es el que todos hubiésemos elegido de haber existido una votación previa, no nos queda más que sentarnos a esperar que este disco nos eleve el alma. Porque, y hoy estoy más citador que de costumbre, como bien dijo el genio sueco Swedenborg, “lo único que eleva el alma humana es el arte”.

 

Acá no hay explosiones, no hay pantalla gigante atrás, no hay bailarines ni coreografías, ni siquiera un cambio de ropa o juego de luz, no hay ni mierda, no hace falta. A veces el público tarda unos segundos en reaccionar para el aplauso, y escuchando el disco recuerdo haberme figurado a todas las personas besándose entre ellas cuando tardaban en aplaudir.

 

Una noche, en el Blue Note de Nueva York, me contaron que cuando Billie Holliday cantó por primera vez “Strange Fruit”, la gente no aplaudió: estaban todos galvanizados, inmóviles. No queda nadie de los que estuvieron allí, pero hay fotos y dicen que hasta un archivo sonoro.

 

Aquí, por momentos, y conociendo a los brasileños, me figuro algo parecido. Después de “Insensatez” o “Corcovado” me imagino al público inmovilizado por la emoción que produce y se transmite desde el escenario al estar viendo a los dos más grandes, o por lo menos reconocidos, cantantes de Brasil entonando como dos ángeles esas maravillas de armonías y melodías pergeñadas por el Jobim más inspirado y universal.

 

En el escenario hay dos tipos relajados, felices de estar ahí.

 

 

 

 

Este es el disco que uno recomendaría para ser desmenuzado por escolares en plan de estudio porque está lleno de hermosos ejemplos. Para empezar, nos demuestra cómo dos tipos enormes, de diferente extracción, con carreras en las antípodas, uno exiliado en tiempos difíciles y el otro que cantó en el Vaticano y quiere tener un millón de amigos; uno de Bahía y el otro de Espíritu Santo; uno que siempre, aun en el exilio, fue feliz y el otro, aun en su barco gigante, jamás pudo disfrutar del todo; uno que dicen que jugaba bien a la pelota de chiquito mientras el otro terminaba con una pierna amputada tras un accidente de tren. En fin, este disco nos muestra como dos tipos que naturalmente deberían andar por diferentes lugares, se ponen de acuerdo y nos dejan una obra maravillosa, dejando de lado las diferencias y aferrándose a lo que pueden tener en común. Y como dos tipos inmensos se ponen de acuerdo en homenajear a uno más grande todavía y deciden desgranar un puñado de sus mejores canciones dando algunas versiones que ya son definitivas.

 

 

 

La presentación del disco es igual de sobria que el espectáculo. No hace falta más.

 

 

Si uno se acerca al DVD de este show puede observar que en el escenario hay solamente dos tipos con onda, sobriamente vestidos de saco y camisa, cada uno a su lado del escenario y eventualmente uno u otro se corre del centro para las que hacen solos. Una orquesta en segundo plano, sobria y precisa, sin estridencias, sin solos dinamiteros ni protagonismos, quitando solamente los momentos en que Daniel Jobim toma el micrófono para cantar algo.

 

Daniel es el hijo de Antonio y, a pesar de ser un gran músico, zafar del peso de ese apellido significaría un esfuerzo tan descomunal que haría de Sísifo un afortunado haragán eterno. Pero sobre todo, en estos tiempos de escenarios desmesurados, uno aquí ve un escenario despojado, con una pantalla atrás nada impresionante que sólo se prende una vez y es para mostrar unas imágenes de Jobim y Roberto en ese mismo show de fin de año en 1978, y la emoción traspasa no sólo el lugar sino la pantalla.

 

 

Y lo que se ve en el escenario es simplemente a dos tipos relajados, felices de estar ahí, rodeados de hombres de negro en paz, uno con sombrero blanco al piano, Jobim chico, un gordo pelado de barba con un cello entre las piernas, de sonrisa permanente, Jacques Morelembaum, otro gigante arreglador musical del mejor Veloso, el de este siglo, y otro relleno más peludo, parado, como dirigiendo la orquesta, Eduardo Lagos, arreglador de Roberto Carlos. O sea, un equipo de veteranos con doscientos campeonatos ganados divirtiéndose, haciendo lo que mejor les sale, que es cantar, tocar y darse vuelta sonriendo para recibir la ovación cada vez que terminan.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Si algo tienen los tres en común es que son seres superiores. Jobim componiendo, Caetano interpretando y Roberto cantando. Si a esto sumamos que el repertorio es el que todos hubiésemos elegido, no nos queda más que sentarnos a esperar que este disco nos eleve el alma.

 

Quizá sea cierto que los artistas representan a su país, a su gente. Y es entonces cuando miro a Brasil a través de estos dos, que se ponen de acuerdo para hacer este show divino, y miro para acá sin encontrar analogía, sintiendo que sus pares se le juntan o le rinden un homenaje a algún grande de verdad cuando está muerto o en el embarque al cielo. No veo por acá dos figuras de envergadura en un plan como éste, nos cuesta juntarnos a nosotros, los argentinos, hablo de los artistas, de los políticos, de los deportistas y de los vecinos, capaz que es porque nos faltan ejemplos como éste, sobre todo en esta época donde en la televisión, en los escenarios, en los palcos y hasta en los teatros vemos a gente de alma oscura hablar mal de otros ausentes, basureándose y despreciando las obras ajenas. En fin, quizá no esté pasando el mejor día, así que voy a cambiar mi humor, voy a desterrar la pálida, me voy a sentar a mirar a Caetano Veloso y Roberto Carlos cantando canciones de Jobim. Hasta luego, gracias.

 

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