Los 80, esos años que tatuaron libertad

La nostalgia –con su mezcla indiscreta y dulce de cosa prohibida, rock pesado y grito profundo– domina el pensamiento de los que tienen casi 50 años en este contundente año 2012. Y vale la pena entender por qué. Estos jóvenes, tan urbanos en aquella década, tienen hoy una ubicación de poder para intervenir en el mundo cotidiano. Deciden, ocupan puestos importantes, comparten música con sus hijos y sienten que de a ratos son, por fin, libres.

Para esta edición de El Planeta Urbano les pedimos a cada uno de nuestros periodistas –usted, lector, verá de paso que en este número tenemos más páginas, más notas, más publicidad– que aceptaran el desafío y explicaran a su manera por qué los 80 son una década de culto y por qué marcaron tan profundamente a toda una generación.

El marco sociopolítico y cultural internacional tuvo, sin duda, una gran influencia en las expresiones artísticas ochentistas, dirá Malele Penchansky, ubicándonos en lo macro. La aparición de Mijail Gorbachov y la Perestroika en la Unión Soviética trajeron aires democráticos a los países de la cortina de hierro (el muro de Berlín cayó en 1989); la movida madrileña fue la consecuencia lógica de la caída de Francisco Franco tras 45 años de caudillismo fascista, y en nuestro país, los vientos de la democracia comenzaron a respirarse fuertemente después de la dictadura militar, con la llegada al poder en 1983 de Raúl Alfonsín.

Alejandro Seselovsky logra que Fito Páez explique una razón no tan puesta en palabras en nuestra nota de tapa: “Me tatuaron la libertad”. Lo proscrito. Lo impedido. Y una libertad gorda y desaforada como contragolpe, la anatomía de una respuesta. “La libertad”, dice Fito Páez, tratando de que la década le quepa en dos palabras. Una… Y la literatura hace lo suyo en esta década. “Lo único que me duele de morir es que no sea de amor.” La frase resume el espíritu que recorre las casi 500 páginas de El amor en los tiempos del cólera, la novela que el hoy Nobel Gabriel García Márquez publicó en 1985 y que fue “lectura obligada” de toda una generación, narra en su columna Eugenia Zicavo. Se trata de la historia de un hombre que, con paciencia, espera a la mujer de su vida durante cincuenta años, después de haber tenido con ella un breve coqueteo en su juventud, al que su familia se opuso casándola con otro. Ella lo echa, lo desprecia, lo ignora (o al menos lo intenta) para terminar cediendo a una de las más bellas historias de amor jamás contadas, de las que pueden sostener la idea que recorre toda la novela: que los síntomas del cólera, con sus nudos y dolores de panza, se parecen demasiado a los síntomas de amor. Y que cuando uno u otro llegan, son epidemia.

“En la mitad de los 80, Buenos Aires es una ciudad desaforada, el hambre con que nos deja la dictadura produce pura efervescencia y un movimiento continuo que abarca al teatro y a sus performers, a las artes visuales, a la música y a los espacios donde sucede todo eso”, escribe Cristina Civale. Como paradoja de la época, la contracultura cimenta las bases del fabuloso negocio del rock: en las antípodas estéticas, Soda Stereo y Los Redonditos de Ricota plantean un River-Boca con la rivalidad de todo superclásico, unos exportando el rock argentino al mercado latinoamericano y otros explicando, por única vez, las crípticas letras de sus temas en la revista Canta Rock. Mientras tanto, nacen niños: esos que hoy se conocen como “nativos digitales” y que crecen conectados a los celulares como una extensión de sus cuerpos, confinados a la soledad de una red social y acaso ignorantes de que fueron concebidos durante una primavera en la que sus padres repetían: “A la vida hay que hacerle el amor”, explica maravillosamente Nicolás Artusi.

Alguien que logra sintetizar lo que queremos explicar es Diego Capusotto. Lo resume todo: “En los 80 para mí la vida era Sumo. Pero también fue mi época cruel: fue la colimba, un recuerdo de terror, fue la Guerra de las Malvinas. Fue la fiesta de la democracia, la primera vez que parecíamos ‘todos unidos’. Pero todo escuchando a Sumo. Iba a los recitales y se me volaba la cabeza. Es más, todavía siento su influencia”.

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