Jugar al borde del abismo

Durante años el arte plasmó la naturaleza y lo divino, pero a mediados del siglo XIX, los románticos quebraron esa idea produciendo obras que mostraban a los feos , sucios y malos , evidencia ndo sus pu ntos de vis ta personales . Hoy el ar te refleja las pasiones humanas , cuestiona y molesta, tal como debe ser .

Ante la pregunta de qué es el arte, surge otra – creo – más poderosa y productiva sobre el porqué del arte, la necesidad y el impulso del hombre de crear. De los lugares ocupados por el arte a lo largo de l a historia, me gustaría pensar puntualmente cierta forma de arte, aquella capaz de cuestionar, de poner en tensión el orden, las costumbres, las reglas y normas de s u é poc a , de asomarse al abismo existencial del propio hombre.

Ya en los inicios de Occidente, Platón nos comenta en el libro IV de su República que los poetas –Homero entre ellos– fueron desterrados de la república por ponerla en jaque: no decían lo que debían decir, us aban pa labras que no se referían a lo que debían referirse y presentaban dioses que se lamentaban, mentían o cambiaban de forma. Representar a un dios bajo estas acciones impropias eran prácticamente una amenaza, ya que podía provocar e incitar al pueblo a un encantamiento poco provechoso. Así, desde los comienzos , en el marco de las disputas de poder entre los discursos y las instituciones, el arte que cuestionaba lo divino y el deber era un acto cargado de peligro. Y por supuesto los hombres, y los artistas, suf rieron las consecuencias de lo que sus obras podían provocar. Un ejemplo interesante es el que menciona el historiador Ernst H. Gombrich en la introducción a La historia del arte: se le encargó a Caravaggio un cuadro en el que San Mateo, inspirado por un ángel como mensajero de Dios, debía aparecer redactando las Escrituras. El primer cuadro, San Mateo y el ángel, hoy desaparecido, mostraba a un santo pobre, sencillo, cuya mano es guida por un ángel, sugiriendo incluso que este hombre podía ser analfabeto. El ángel, por su parte, también aparece sobre la tierra, y su representación es mu sugerente. El cuadro escandalizó a la Iglesia y Caravaggio tuvo que hacer uno nuevo (La inspiración de San Mateo), que es el que ha llegado a nuestro días, esta vez ciñéndose a las ideas consensuadas y usuales so bre c ómo debían representarse los ángeles y los santos.

Desde la antigüedad, el arte estuvo ligado al manejo de una técnica y a la idea de mímesis, es decir, a la imitación de la naturaleza y lo divino. La belleza, desde esta visión, tenía estrecha relación con la verdad y el bien. Con el tiempo, este esquema rígido empieza a resquebrajarse, hasta su momento de mayor ruptura –el romanticismo– en la segunda mitad del siglo XIX. Es entonces cuando lo bello se vuelve sinónimo de sublime y se comienzan a incluir en el trabajo artístico aspectos marginales, como lo grotesco, lo ruin, el dolor, la melancolía. El artista y su genio, su punto de vista, sentimientos y emociones pasan a ocupar el centro de la escena; su mirada del mundo tiene ahora más relevancia que las reglas y cánones del lenguaje con que produce su obra.

El artista ya no representa dioses ni santos, sino gente común e incluso personajes marginales de la periferia. Ya en el siglo XX, el artista responde sólo al arte, al lenguaje que elige, sea este la pintura, la escultura, la música, la poesía o la litera tura en sus diversas expresiones. Pensemos en la poesía, arte del decir donde el lenguaje es protagonista, donde el poeta da nuevas valoraciones y significados a las palabras o lo que el compositor otorga a los sonidos en la música. Pienso en la poesía de Alejandra Pizarnik o de César Vallejo, en el primer caso, y en Louis Armstrong y el jazz, como ejemplo del segundo.

El tiempo sigue su curso y, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, asistimos también al desarrollo de técnicas industriales (por caso, la reproducción en serie de las fábricas), que dan origen a la fotografía y el cine. El objeto artístico, único hasta entonces, pierde lo que Walter Benjamin llama su aura mític a (su va lor ir repetible y singular en el mundo). Así arribamos a una sociedad tecnificada y “cosificada” a l máximo, hasta llegar a los tiempos que corren en constante mutación, sin límites tecnológicos previsibles, perspectiva esta que involucra a las diversas potencialidades del acto creativo.

Señalábamos recién que el arte es "peligroso", desestabiliza lo dado, trastoca y destruye los límites del conocido para crear, para construir algo nuevo. Theodor Adorno, filósofo alemán, ve esta capacidad transformadora en las va nguard ias artísticas; según él, el verdadero arte niega la realidad, esa es su función. Es así, entonces, como el arte puede ser otra cosa, a lgo que trasciende gracias a esa apariencia, pues presenta lo inexistente como existente, hace posible lo imposible. Y esa potente capacidad de crear e imaginar mundos diferentes es intrísica al ser humano.

En su hacer, el artista trastoca los sentidos, reordena, cambia jerarquías, juega y nos enfrenta al abismo, al horror, a la angustia, a la felicidad: nos emociona, nos fascina, nos recuerda a algún hecho especial de nuestras vidas, de lo propiamente paradójico que hay en la naturaleza humana. Esto no es más que el enigma del que habla De Chirico al comienzo, para lo cual debe desterrarse toda razón y toda lógi ca el arte como juego, como capacidad lúdica inherente al ser humano, cuyo objetivo es el juego en tanto pulsión que destruye para construir. De-construye lo conocido, lo aceptado, lo consensuado, para poder construir algo diferente. Pienso en artistas que exploraron  los límites del arte y nos dan un vistazo de las pasiones humanas, pienso en Andy Warhol, pienso en músicos como Björk, en grandes poetas como Luis Alberto Spinetta, Bob Dylan o Joaquín Sabina; pienso en las palabras de la melancolíca y potente Alejandra Pizarnik: “Una mirada desde la alc antarilla / puede ser una visión del mundo/ la rebelión consiste en mirar una rosa/ hasta pulverizarse los ojos”.

Hace poco v isité la muestra de León Ferrari en el Malba. Para quienes no lo conocen, es (siempre lo ha sido) un gran desestabilizador y cuestionador. En su obra v islumbré a un irreverente, a un niño, a alguien que se anima a desacraliza r lo heredado pero, sobre todo, que se anima a jugar.

Jugar a parti r de una mirada irónica, jugar para mostrarnos la comedia que es nuestra vida. Jugar para barajar y dar de nuevo.

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