Con romper no alcanza

 

¿Dónde está hoy la transgresión? ¿En el rupturismo o en tener ideas  distintas que trasciendan el plano individual? ¿Es quebrantar un sistema de valores o cambiar las reglas de juego? ¿Los Beatles fueron transgresores por negarse a componer música clásica o porque abrieron un espacio de experimentación que ellos mismos habitaron disco tras disco? ¿Lady Gaga es transgresora pos sus disfraces o porque, ademásm, puede cantar con Tony Bennett?

Desde que somos pequeños y atravesamos nuestra infancia descubriendo el mundo que nos rodea y del que formamos parte, debemos observar normas o preceptos de comportamiento.

Algunas de estas normas son impuestas por otras personas mientras otras las percibimos en la naturaleza de nuestro cuerpo y de las cosas que nos circundan. En términos generales, una norma es un límite a nuestra libertad de acción.

A veces se nos aparece como una limitación simbólica o abstracta, y otras veces bajo la forma de una restricción material o física. No es menos normativo el funcionamiento de la naturaleza que las leyes que debemos respetar para vivir pacíficamente en una sociedad o las reglas de comportamiento establecidas en un campo de actividad determinado. Sin embargo, por suerte o por desgracia, poseemos la capacidad de interpretar esas normas, apropiárnoslas y, los más osados, transformarlas. Pero ¿hasta qué punto podemos intervenir sobre las normas de nuestro cuerpo –literalmente– sin morir en el intento? Quizás baste con pensar en el famoso club de transgresores rockeros que no pasaron los 27 años: Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, más tarde Kurt Cobain y la reciente Amy Winehouse. La respuesta –el silencio absoluto– nos eriza la piel.

Habitualmente asociamos al transgresor con un necio, con alguien desprovisto de cualquier tipo de creencia, que se comporta de acuerdo a sus impulsos o deseos inmediatos.

Lo que generalmente en filosofía llamamos nihilistas, seres dominados por la creencia de que nada bueno puede derivarse de respetar las imposiciones sociales. Y, sin embargo, esta primera impresión no es del todo adecuada si tenemos en cuenta que ser un transgresor no es tarea fácil si, además, pretendemos sobrevivir a la intención.

Muchas veces la transgresión es considerada como deficitaria respecto de las expectativas o mandatos con los que una persona carga y nos olvidamos de que los grandes revolucionarios de la historia –conocidos y anónimos– han sido transgresores que superaron dichas expectativas y redoblaron la apuesta. Esto seguramente se deba a que, como señala Giorgio Agamben, comprendemos estos mandatos como edictos sagrados y cualquier transgresión de los mismos como profanaciones, sin tener en cuenta que la sacralidad de un precepto debe surgir también de nuestra verdadera creencia en ellos y no sólo de su ritual reiteración.

Si no existiera cierto tipo de actualización de, por ejemplo, nuestra concepción de un hecho pecaminoso, continuaríamos condenando el sexoprenupcial o satanizando la homosexualidad (cosa que algunos, lamentablemente, continúan haciendo). Del mismo modo, si no existieran procesos de renovación y cambio en nuestras concepciones estéticas, consideraríamos de mal gusto las coreografías de Pina Bausch o las composiciones de Stravinsky. Y no es menos cierto que grandes genios transgresores como Nietzsche no lo serían si antes no hubiesen existido otros, como Kant y Aristóteles. Resulta evidente que la transgresión es la condición de posibilidad para cualquier tipo de innovación y el motor de los cambios de paradigma que vive una sociedad.

Es de la inadecuación entre nuestras creencias y pulsiones más profundas y las cláusulas de comportamiento socialmente aceptadas que surgen las transgresiones. Es en el desajuste entre deseo y norma que se cocinan los cambios. Veamos un ejemplo. ¿Qué sería de la trama –el guión– de la exitosísima serie televisiva Mad Men si sus protagonistas, creativos publicitarios de fines de los años 50 y comienzos de los 60, hubieran preferido sólo limitarse a ganar dinero en lugar de atrever-se a transgredir las reglas del mundo publicitario?

Hoy en día, sin embargo, tenemos una percepción confusa de lo que significa ser transgresor. El deseo absolutamente volcado al consumo y las identidades construidas de acuerdo a los preceptos del mercado nos llevan a celebrar falsas transgresiones que, en lugar de cuestionar el orden establecido, lo vuelven más exclusivo y espectacular.

La idea de que lo nuevo es transgresor en sí mismo se sostiene únicamente si creemos que la transgresión ocurre a nivel superficial y como negación del pasado. Pero ¿hasta qué punto el rupturismo es transgresor? ¿No es necesario, además, tener ideas transgresoras que trasciendan el plano individual? Las mujeres que lucharon por la igualdad de derechos políticos no eran transgresoras únicamente por vestir pantalones y manejar autos, lo eran porque estaban dispuestas a arriesgarse para que ellas y otras mujeres pudieran hacerlo. Martin Luther King fue un transgresor no sólo porque luchó en contra del apartheid estadounidense sino porque buscaba devolver sus derechos a los excluidos por ese régimen. La transgresión no es únicamente quebrantar una norma o sistema de valores, implica –además– un aspecto propositivo, un cambio en las reglas del juego.

Nadie creería hoy que Los Beatles o Bob Dylan fueron transgresores por negarse a componer música clásica. Lo fueron porque abrieron un espacio de experimentación que ellos mismos habitaron disco tras disco, género tras género. ¿No es acaso esto lo que hizo y sigue convirtiendo a Madonna en una transgresora del pop? Y ya que estamos ¿qué decir de Lady Gaga? ¿Es transgresora por sus disfraces o porque, además, puede cantar con Tony Bennett? Evidentemente hay algo chocante en la transgresión, algo que nos incomoda, que no comprendemos. Pero además nos detenemos demasiado en esa incomodidad, al punto de que hemos llegado a creer que es lo único importante de este fenómeno. ¿Acaso no puede haber transgresión pacífica? ¿No existieron a lo largo de la historia transgresiones liberadoras, como las de Mahatma Gandhi? Perdemos demasiado tiempo analizando el quiebre, añorando la normativa que quedó atrás y temiendo la anarquía. A veces somos un poco catastróficos y creemos que la transgresión implica una revolución total en todos los órdenes de la vida que nos llevará a la falta total de criterio. Y esto sucede precisamente porque nos concentramos en el gesto, en lo superficial de la ruptura y no en aquello que se puede construir a partir de ella. Nos olvidamos muy rápido de que –generación tras generación– algunas normas dejan de respetarse y son reemplazadas por otras que en algunos aspectos son más liberales que en el pasado, y en otros, más conservadoras. Hay, claro está, gente que busca la fama de transgresora, exponiendo su vida privada en televisión para aparecer en Bailando por un sueño, aunque lo único que transgreden es su propia intimidad. Pero los transgresores que admiramos, que la historia recuerda, ¿no son justamente aquellos espíritus libres que hubiesen hecho lo mismo con o sin fama?

Pero entonces ¿qué es ser transgresor hoy en día? Probablemente no se trate de usar ropa extravagante ni de tener sexo con desconocidos. Tampoco de ser una mujer masculinizada o de desnudarse en público. Ser transgresor seguramente se parezca a ser fiel al propio deseo, a aquello que nos impulsa y nos pone en contacto profundo con el mundo. Ser transgresor seguramente implique confiar en las propias intuiciones y actuar de acuerdo a lo que creemos que es justo, erótico y hermoso, transformando los mandatos en aprendizajes y las ideas en actos. Ser transgresor siempre significó lo mismo, lo que cambian son los modos, y lo demás es moda.

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