Roger Waters, un artista monumental

 

¿Cómo no va a llenar nueve River si vimos la pelicula The wall durante diez anos seguidos en un cine de Lavalle? O acaso no nos entrenamos el oido desde chiquitos con Pescado Rabioso y Pappos Blues?

 Era el año 1963 y en la Londres incipiente de esos tiempos, entre canciones de Los Beatles y diminutos shows de unos Rolling Stones principiantes, nace Pink Floyd. La historia simple y vulgar de siempre, dos compañeros de colegio, en este caso Roger Waters y Nick Mason, compartían claustros en el Politécnico de Regent Street, y después se cruzaron con Rick Wright y más tarde con Syd Barrett. De ahí en adelante, psicodelia, ácidos, los nuevos sonidos que llegaban del otro lado del Atlántico, nacía la minifalda y las píldoras anticonceptivas comenzaban a venderse en la farmacia de la esquina, en el, el micromundo ideal para que cuatro jóvenes creativos, deprimidos, insatisfechos, inteligentes, inquietos y sobre todo curiosos, encarasen un proyecto que a la larga terminaría dando vuelta la cabeza de varias generaciones en todo el mundo.

En un momento dado, el cerebro de quien fuera el más movedizo del cuarteto, Syd Barrett, se salió de quicio. Un día, hablando justamente de esto, supe, de boca del genial Mario Salcedo, en la vieja Galería del Este, qué era el quicio.

El quicio es el marco de la puerta. Así es que pocas veces una frase hecha es tan literal.

Cuando una puerta se sale de quicio ya es imposible cerrarla o abrirla correctamente.

No se rompe la puerta, no se rompe el quicio, se cagan las bisagras y la puerta no encaja más en el cuadro.

Esa es la imagen perfecta, supongo, para diagnosticar burda y callejeramente lo que pasó con el cerebro de Syd Barrett.

Siguió siendo siempre un inagotable cuenco de luz, una usina generadora de genialidades, pero se entendía él solo. Ya ni sus amigos, y mucho menos el público que había sabido conseguir pudieron seguirlo. Ahí es que aparece en la historia David Gilmour, el genial guitarrista que, casualmente, había sido  compañero de Barrett en otra escuela.

Ya corría 1967 y por unos pocos meses fueron cinco, hasta que Syd desbarrancó completamente y de la granja paso a la clínica sin escalas. Adiós, Syd; bienvenido, David.

Es lo que en el fútbol se llama un cambio que modi!ca el partido, como cuando Maxi López reemplazó al lesionado Matador Marcelo Salas esa infausta tarde en la Bombonera, a los diez del primer tiempo, y jugó el partido de su vida, ese que después lo llevó al Barcelona pre-Messi y que todavía lo tiene dando vueltas en Europa. La verdad, es el único partido que la gente puede recordar de Maxi López. Así fue el cambio de Gilmour por Barrett, era justo lo que Pink Floyd necesitaba para ganar el campeonato.

De acá en más, 1, 2, 3, ¡Google!

 

ROGER WATERS

 

Cuando Roger George Waters formó Pink Floyd con Syd Barrett tenía 20 años. La verdad es que eran Syd Barrett y él atrás. Tanto es así que en el primer disco de Floyd solamente un tema era de Waters. En !e Piper at the Gates of Dawn apenas le pertenece “Take up thy Stethoscope and Walk”, lo demás era de Barrett. Al estallar la cabeza de Syd, Waters toma la capitanía y se monta a sus espaldas la verdadera gran historia de la banda, que es allí donde comienza.

Estamos ya en 1969, el mundo era otro, el rock comenzaba a mandar en la generación que se avecinaba, Los Beatles se separaban, los Stones perdían a Brian Jones y comenzaban a convertirse en las majestades satánicas que curtieron todos los 70. Además de Brian murieron, o mejor dicho se los llevó el ácido, Janis, Hendrix, Morrison. También es la época en que moría el sueño hippie y se empezaba a ver el lado oscuro de la vida. El show de los Stones en Altamont, con un negro muerto a manos de la seguridad encargada a los Hell’s Angels, y la masacre en la casa de Sharon Tate, mujer de Roman Polanski, embarazada y asesinada junto a un grupo de amigos por el clan de Charles Manson, demostraba que un hippie que vivía en comunidad podía tranquilamente ser un asesino despiadado o que un gran festival al aire libre no necesariamente tenía que ser de paz y amor como Woodstock.

Ahí es cuando John Lennon dice el famoso: “!e dream is over”. Y así era nomás, el sueño se acababa, los hippies se morían, Los Beatles ya no estaban y Waters tenía entre manos a la banda más  grande de los tiempos venideros.

Hasta el 84 Floyd sería lo más grande y avanzado. De allí en más, una errática carrera solista, que comenzó con un gran disco y una soja gira para el Pros and Cons of Hitch Hiking, después llegaría el genial e incomprendido Radio K.A.O.S., y el oscuro Amused to Death. Discos que iban y venían. En el medio, en 1989, el primer intento de hacer !e Wall fuera de Floyd. Y en el medio también, la leyenda que crecía.

 

SO CLOSE, SO FAR

 

Tan cerca y tan lejos de todo, nosotros aquí, en Buenos Aires. Cerca cronológicamente, lejos socialmente. Cuando salió Dark Side of the Moon, aquí se editaba Artaud, de Luis Alberto Spinetta. Aún recuerdo la presentación de ese trabajo, un domingo a la mañana, en septiembre de 1973, en el Astral. Yo debía ser de los más jóvenes de la audiencia, tenía 13 años. En la previa del show, había diapos del desaparecido (por la dictadura) Hidalgo Boragno y la música era Dark Side of the Moon.

En el otro hemisferio perdían a Hendrix, Joplin y Morrison, pérdidas irreparables, la verdad, pero acá nosotros ya habíamos tenido a Manal, Almendra y Los Gatos. Quiero decir, sin trazar paralelismos estúpidos, que acá también Floyd fue grande de entrada,

pero porque en Buenos Aires tocaban siempre Pescado Rabioso, Pappo’s Blues, con Machi y Pomo acompañando al Carposaurio, y decenas de bandas más a la altura.

Estábamos preparados auditiva e intelectualmente para entender y disfrutar a Pink Floyd. La cagada eran los gobiernos. Mientras allá la Corona les daba créditos para sus obras a los Floyd, a Lennon, a Bowie, acá a Spinetta, a Pappo y a Litto Nebbia los metían presos.

Mientras allá fomentaban que los jóvenes se expresaran y fueran su propio mercado, que tantos royalties dejaba, acá los militares nos prepoteaban, nos corrían, nos vigilaban, nos verdugueaban y llegado el caso nos mataban sin explicación ni motivo aparente. Mientras allá surgía el punk como consecuencia de la situación y la marginalidad a que se veían sometidos los jóvenes rebeldes, acá teníamos que comprar Sandinista, de los Clash con el vinilo adentro de una tapa de Argentino Luna, y mientras allá empezaban a ver en los jóvenes como el futuro del mundo, acá hacían la Ciudad Universitaria contra el río, bien lejos de todo, cosa que si se armaba quilombo adentro los cercamos en 5 minutos.

En, por algo en Baires se vio de Wall diez años seguidos todos los sábados en la trasnoche del Select Lavalle, siempre con público, como una forma de resistencia silenciosa y en paz al sistema dictatorial. Miles de jóvenes, durante diez años, nos encontrábamos allí para socializar entre humo de libertad y a oscuras. Miles sabíamos que decir The Wall era decir algo de código, algo tribal que nos unía y nos protegía. Para todas esas generaciones crecidas en la opresión estatal, decir Thee Wall era decir

Nuestra Pared que nos cuidaba del monstruo criminal.

Por eso, jamás me sorprendió que Waters llenara nueve River en Buenos Aires presentando The Wall.

No sé si haría nueve River presentando The Pros and Cons of Hitch Hiking.

Y esto no desmerece a Roger Waters, más bien lo enaltece. Observando como a través de tanto tiempo, su obra magna no sólo perdura sino que aumenta. Allí nos vemos.  

 

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