Sabrina Garciarena: cuando la belleza es fatal, la perfección hecha mujer
La chica argentina que triunfa en la televisión europea es, además de linda, muy talentosa y amable. Después de esta charla, y para envidia de muchas, nos atrevemos a decir que también es inteligente.
Estamos en las ruinas de lo que fuera una lujosa mansión en el barrio porteño de San Telmo. Hay dos productoras que eligen ropa y zapatos, dos maquilladoras con una enorme valija repleta de polvos, bases, delineadores y brillos para labios, una peinadora que se desespera por encontrar un enchufe para conectar sus aparatos, un fotógrafo de moda que dirige la situación con talento, su infaltable asistente que lo secunda y este cronista que espera sentado con su grabador en mano. Hace calor, y la lluvia de verano amenaza con arruinarlo todo, aunque permanece contenida sobre el cielo encapotado que funciona como marco perfecto para un set lúgubre, capaz de contrastar con la belleza angelical de la protagonista de todo eso.
La celebridad en cuestión, Sabrina Garciarena, llega veinte minutos tarde a bordo de una imponente camioneta que la deja chiquita al volante.
Baja, saluda, se disculpa por la tardanza y se dispone a cuchichear con su séquito permanente de mujeres encargadas de embellecerla.
Me enamoro de su cara al instante y pienso que toda esa gente está de más; que las maquilladoras, peinadoras y vestuaristas no tienen nada que hacer ahí. Que Sabrina es perfecta y no hay modo alguno de sumar belleza a sus facciones de muñeca. Ella, sin embargo, piensa que hay mucho trabajo por hacer para quedar digna frente a la cámara. Entonces se sienta a mi lado, amable pero cautelosa, y me pide que comencemos con la entrevista mientras la maquillan.
Permanezco atontado, preguntando pavadas que la aburren:
–¿Hay alguna parte de su cuerpo que no le guste? digo, pensando por dentro que yo no encuentro esa parte, que no existe y que por ende la pregunta no tiene sentido alguno.
–De cara estoy conforme –contesta resuelta
–Me hubiera gustado ser más alta para andar por la vida descalza y no depender tanto de los tacos. Pero tampoco es una cosa que me traume. Creo que está bueno aceptarse como uno es. Cuando te hacés operaciones, en un punto te estás traicionando.
–Su cara es perfecta, ¿se hizo alguna cirugía? afirmo, desubicado.
–¡No me hice nada! –se defiende, y me hace quedar como un auténtico idiota.
–Su cara es muy linda –insisto.
–¿En serio? Gracias. ¿Y mi cuerpo? –dice ella, redoblando la apuesta.
–De cuerpo todavía no la vi, pero supongo que también.
–¿Y por dentro?
–Por dentro también me han dicho que es una gran persona.
–¿De verdad? ¿Quién te dijo eso?
–Son cosas que en el ambiente se saben, cuándo sos buena y cuándo sos malísima –digo, por decir algo.
–¿Ah sí? ¿Quién es malísima, ¡contame!
En este momento la charla deriva en una ronda de chismes irreproducibles. Pero con Sabrina coincidimos en quién es la mala más mala y creída dentro del grupo de actrices que protagonizan tiras en el prime time local. Coincidimos, y nos reímos, aunque ella prefiere no ir más allá y me alienta a cambiar de tema, a dejar de criticar a las demás.
–Hablemos de trabajo –le propongo, como para que no me odie tanto por las sandeces que le acabo de preguntar.
–¿Qué querés saber? –se apura a decir.
Le cuento que me asombra la información que encontré sobre ella en internet. Que yo la consideraba una actriz más de telenovelas de la tarde de Telefé hasta que me puse a investigar sobre su carrera y supe que en Europa es toda una celebridad.
Que protagonizó Física o Química, una de las series más vistas de la televisión española, y que luego de ver su trabajo en cine encarnando a Felicitas Guerrero en la película homónima de Teresa Constantini, la llamaron de Roma para hacer un casting. Luego ella me contará que se tomó un avión sola desde Buenos Aires, memorizó un extenso monólogo en italiano –idioma que, por ese entonces, no dominaba en absoluto– pasó varias pruebas y quedó en uno de los roles principales de la popular serie Terra Ribelle, que fue un gran éxito en Italia y de la que actualmente se encuentra a punto de grabar la segunda temporada.
–¿Cómo fue ese primer casting en Roma? ¿No la mataron los nervios?
–Normal –dice, como si se tratara de algo cotidiano–. Hay una cosa que tiene que ver con el oficio, que cuando se prende la cámara uno sale y lo resuelve.
–¿No extraña su país? –le pregunto, mientras pienso que más típico no puedo ser.
–Seguro. Cuando termine de grabar la serie italiana no sé qué voy a hacer. Tengo ganas de quedarme en Buenos Aires siempre, amo mi país y acá me quiero quedar. Me gusta ir a Europa por temporadas, por proyectos en particular, pero nunca me planteé vivir allá en forma definitiva.
Siempre tengo como prioridad trabajar en la Argentina, lo que pasa es que allá surgen posibilidades muy buenas y la verdad es que me divierte ir un par de meses a trabajar a Roma y volver.
–¿No se enamoró de ningún italiano o español, como para quedarse allá?
–¡De todos, olvidate! –dice, para luego aclarar que es un chiste–. Los italianos son superseductores, por eso creo que me gustan los argentinos, porque se parecen mucho a los tanos.
–Entonces, fuera de broma, sí se podría enamorar de un italiano –insisto, y pienso que esta repregunta es la más tonta de toda la entrevista.
–Podría, pero aún no lo hice. Lo que pasa con un extranjero es que nunca te va a entender el humor argento. Entonces, hay mucho que se pierde.
–Obvio. No hay como los argentinos –nos reímos juntos, como cómplices.
Está convencida de que soy gay–. ¿Qué es lo que más extraña de su país? –sigo con las obviedades.
–Lo que más extrañé estando afuera son las cosas más simples: mi casa, mi familia.
Somos cinco hermanos muy unidos, todo es de todos. Nos matamos y nos amamos, hay una base muy fuerte de buena gente y mucho amor.
Inmediatamente imagino las reuniones en familia con sus padres y sus hermanos. Pienso en sus hermanas, en si ella será una excepción o el señor Garciarena se dedicará a fabricar muñecas en serie, y me veo siendo uno más de ese clan de cuñados y sobrinos, mientras le pregunto, como si estuviera en una primera cita:
–¿Le gustaría tener hijos? –la respuesta es obvia. Todavía no encuentro a una mujer heterosexual que haya dicho que no.
–Cuando estoy con mi sobrino me muero de ganas de tener un bebé. Tener un hijo me parece lo más. Me gustaría tener dos hijos como mínimo, a lo sumo tres. Pienso muchas cosas, pero me quedo callado. Sé que no soy Germán Paoloski; reconozco que ningún flirteo con ella tendría sentido. Entonces, antes de dar por concluida la entrevista, le hago la pregunta de rigor, relacionada con esta edición temática.
–¿Qué le da placer?
–Placer me da cuando hago un trabajo que deseaba con muchas ganas. Cuando tomo un desafío, me voy a hacer un casting a España y luego me dicen que quedé, es una satisfacción enorme. Mis placeres cotidianos son viajar, conocer, descubrir culturas. Estar con mi familia es el placer máximo.
El placer máximo, para los lectores de esta revista, es ver las fotos de Sabrina.
Para mí, un afortunado cronista que “hace lo que le gusta”, fue haber compartido una tarde entera con ella. Siendo alguien que no habla de fútbol en la tele, no conduce noticieros ni tiene la pinta de Paoloski, eso es más que suficiente.