Alejandro Bianchi: con el alma en las uvas

Familia de espíritu inquieto, aventurero, y curioso. Familia dedicada al trabajo, de estirpe noble como sus vinos. Familia visionaria que no se amedrentó ante nada. Que fue hacia delante siempre, y lo sigue haciendo.

 Sentados bajo un árbol antiguo de un patio colonial, almorzamos con Alejandro Bianchi y dimos un lindo paseo por la historia de su familia. Desde comienzos del siglo pasado hasta hoy. Un relato lleno de anécdotas y momentos íntimos, una historia en la que la tenacidad abunda y la visión es lo que marca el camino.

-¿Cómo y cuándo comienza la historia de los Bianchi en Argentina?


-En 1910 vino don Valentín Bianchi en busca de una aventura.

Valentín nació en Fasano, un pueblito muy chico en la Puglia, Italia. Un lugar que me recuerda mucho al pueblo de Cinema Paradiso.

Y como tantos italianos en aquella época, soñaba con hacerse la América, y por eso a sus 23 años vino a nuestro país. Se instaló en la ciudad de Mendoza porque uno de sus hermanos estaba trabajando en el ferrocarril, y comenzó a trabajar con él.

Posteriormente se mudó a San Rafael que era una ciudad nueva (1902) que se erigía como una especie de oasis antes del desierto.

Allí hizo de todo un poco. Primero fue maestro de escuela, luego trabajó en el

Banco Francés y posteriormente se puso a explorar “cosas nuevas”. Abrió una empresa de colectivos que cruzaba de San Rafael a Alvear. Compró un terreno con un socio y lo lotearon. Este loteo hoy es el barrio Belgrano.

Transitó por diferentes actividades hasta que en 1928, de la mano de un cuñado enólogo, Hugo Pilati, abrió una bodeguita a la que nombraron “El Chiche”, en honor a su caballo criollo.

 

–Cuénteme qué tenía de especial el Chiche.

 

–Hay una anécdota del abuelo que lo define. Una siesta de verano, don Valentín dormía y sentía el ruido de una roldana que subía y bajaba. En un momento, cansado de escuchar, abrió el postigo y lo vio al Chiche que tiraba de la soga del aljibe hasta que veía aparecer el balde, y ahí lo soltaba, y lógicamente el balde se caía nuevamente adentro. Ese era el Chiche. Los caballos criollos son muy inteligentes.

 

–¡Qué linda historia! ¿Cómo sigue? ¿Hasta cuando se llamó “El Chiche”?

 

–Con la bodega en funcionamiento llegó la crisis del ‘30, los encontró a ellos con más deudas que otra cosa. En ese momento se separó la sociedad y mi abuelo quedó al frente de todo. En el 34 comenzó a llamarse Bodegas Valentín Bianchi.

 

–¿Su abuelo era el único responsable?

 

–Al comienzo sí. Pasaron los años y mi padre, que era el hijo varón más grande, tuvo que dejar el colegio a los 13 años para ayudar a su padre en la bodega, que se estaba convirtiendo en una empresa familiar. Fue en esa época en que nació el slogan que se mantuvo por años “la pequeña bodega de los grandes vinos.”

 

–Es indudable que don Valentín era un visionario, y además muy consecuente.

 

–Sí. Era un hombre de un carácter muy fuerte, muy determinado. Murió cuando yo tenía ocho años, así que tengo una imagen muy infantil de él, pero los cuentos son maravillosos.

 

–Y entrando en la vida personal ¿Cómo fue la de don Valentín?

 

–Se casó con una italiana, mi abuela Elsa, y tuvieron seis hijos. En los primeros años de la bodega, todos trabajaron en la empresa.

 

–¿Cuándo se consagra la bodega?

 

–Cuando lograron entrar en Buenos Aires. En los ‘40 mi abuelo conoció a don Pedro Chovini, un tipo muy inteligente y capaz. Don Pedro tenía una distribuidora. De la mano de este hombre la bodega explotó y llegó a todo el país. La entrada de Bianchi a Buenos Aires fue el comienzo de la buena época.

Se profesionalizaron cada vez más. Mi tío Enzo Bianchi se recibió de enólogo y empezaron a producir vinos de muy buena calidad.

Don Valentín tenía como idea fija lo siguiente: Bianchi como vino, nace fino. Y no vino de mesa, que era lo que en esa época se producía.

 

–¿Fue sostenido el crecimiento?

 

–Bajo el gobierno de Perón se prohibieron las importaciones de vinos extranjeros. Fue entonces cuando se terminó de dar la vuelta que le faltaba a la bodega. Don Valentín, apelando a la memoria emotiva de quienes consumían vinos franceses, inventa tres vinos que fueron íconos: Nuestro Chablis, Nuestro Borgoña y Nuestro Margaux. Eso hizo que Bianchi creciera aún más. 

 

                                                                       

 

–¿Comienza un nuevo ciclo?

 

–Fue parte del crecimiento. A partir de ese momento el branding comenzó a ser un elemento tan importante como la calidad de los vinos.

Mi tío Enzo ayudó mucho en el desarrollo de los vinos, y mi padre se dedicó al fraccionamiento y a la producción. Los hermanos más chicos buscaron otros caminos fuera de la bodega. Hoy es una de las pocas bodegas familiares en nuestro país.

 

La Nueva Era

 

Alejandro es detallista a la hora de contar la historia de su familia. Y se le nota que lo hace con verdadero cariño. Se toma sus tiempos, sonríe con los recuerdos y toma el tema muy en serio.

 

–¿Cuándo entra en escena usted?

 

–Años más tarde del cuento anterior, mis padres se casaron y tuvieron cuatro hijos. Tres mujeres y yo… debo admitir que “sobreviví al asedio femenino”. Y ríe y se nota que de sus pecados se acuerda. Toma una pausa y retoma.

Me crié y crecí en contacto con la naturaleza.

Me gusta pescar, esquiar, escalar. La montaña es mi lugar en el mundo, mi hábitat. Lo cierto es que me siento en completa armonía con la naturaleza y los animales, y esto sucedió siempre en mi vida.

Para hacer un relato cronológico: viví en San Rafael hasta los 19 años, y me mudé a Córdoba para estudiar biología. Posteriormente me instalé en Bariloche para estudiar biología marina, y luego en Buenos Aires para terminar mis estudios.

Como verás, hay mucha montaña y mucha naturaleza en todo lo que hice.

Con el final del proceso militar, mi padre me pidió que me ocupara de los asuntos de la bodega. Empecé a trabajar con ellos, pero confieso que ya me había inmerso tanto en el mundo de lo natural, que nunca pude volver atrás.

Hice recorridos de aventura, espirituales y geográficos. Estuve mucho en el sur dando clases de esquí, también en Andorra. Allí conocí a mi mujer, Eva, la madre de mis dos hijos (Olivia y Nicolás).

Después hice un viaje por Oriente donde comencé a hacer yoga y a involucrarme con estas cuestiones. Estuve un tiempo en un Ashram, pero fundamentalmente buscando mi conexión con la naturaleza.

 

–Sí, es muy marcada esta inclinación natural. ¿Cómo hizo compatible esto con su trabajo en Bianchi?

 

–Al comienzo no fue nada fácil. Estuve cinco años en Buenos Aires, haciendo un MBA y reconozco que me costó mucho adaptarme. Finalmente en 1994 regresé a Mendoza y me instalé allá, viajando periódicamente a la Capital.

En la bodega armé el primer equipo de marketing interno de Bianchi. De ese grupo de gente –éramos cinco gatos locos al comienzo– nació el concepto de New Age, se produjo el vino y fue un gran éxito en el mercado.

Con este antecedente, el equipo se consolidó lo suficiente como para dedicarnos a crear Alta Gama, que es lo que la bodega estaba necesitando en ese momento.

Paralelamente nació y se fue gestando mi gran pasión. Comencé a involucrarme con el estudio de la producción de vinos orgánicos, y una cosa fue llevando a la otra. Esa pasión hoy se llama Finca Dinamia.

Volviendo a Bianchi, durante los años en los que trabajé allí, sacamos al mercado la champaña Bianchi, los Familia Bianchi de Alta Gama, y el Premium: Enzo Bianchi. Finalmente lanzamos Bianchi D.O.C. y Stradivarius. El nombre de esta edición limitada me gusta mucho. Lo elegimos porque hay una cantidad limitada de Stradivarius originales en el mundo. El resto son copias. Y la analogía me pareció muy interesante.

Cuando entré en Bianchi, el objetivo era posicionar una línea de Alta Gama.

Y con los años lo logramos. Permanecí en Bodegas Bianchi hasta 2005. Ese año decidí que era momento de emprender una nueva aventura. La vida orgánica ya era parte de mi vida y decidí dar el giro hacia lo que siempre amé: lo natural. Y más allá aun, hacia la biodinamia.

 

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