Puro placer en la Quinta Avenida
En el corazón de Manhattan funciona un museo en el que el visitante puede aprender algo más sobre la evolución de la sexualidad humana y reírse un poco de las ocurrentes máquinas fabricadas para aumentar el goce; hay bar afrodisíaco incluido.
Raramente uno visita las galerías de arte y los museos de su ciudad con ese interés compulsivo con que lo hace cuando viaja al exterior. Sin embargo, junto con el shopping, es el deporte favorito del viajero cosmopolita que aun con ampollas en los pies y bolsas en las manos recorrerá hasta la última sala de esos templos culturales que conservan las grandes metrópolis del planeta. Y no saldrá del laberinto sin pasar por la tienda y revisar la oferta de souvenirs prescindibles, prueba de que efectivamente estuvimos de “vacas” fuera del país. La cuestión es que ya me dolían las encías de tanto preguntar precios en las tiendas de la 5ta Av. cuando vagando distraída detengo la marcha frente a un edificio solemne en cuya planta baja parecía funcionar una cafetería de esas donde además de muffins venden adornos y cositas para la casa. Tenía hambre, era mayo y hacía frío. Pego la ñata contra el vidrio y, en vez de comestibles, advierto que del otro lado me desafía una imponente escultura con forma de miembro viril. Caramba, qué original la “patisserie” de esta ciudad, pensé mientras volvía sobre mis pasos para leer el cartel de arriba que decía, bien clarito, en letras negras, Museumofsex. Ahí nomás, impulsada por el morbo que todo ser normal lleva adentro, metí la mano en la cartera buscando mi credencial de periodista, y entré sin dudar.
Pero aun sin ella hubiera pagado el precio (17 dólares) del paseo más expectante de Manhattan, con perdón de los Picasso, los Monet y el modernoso MoMA de Taniguchi.
Despúes de los glory holes y los sex shops de Chelsea, el Museo del Sexo es uno de los sitios más visitados por esa casta de turistas capaces de entregarse al juego de esta magnífica ciudad que de día escupe vapor en las esquinas y de noche puede encandilarte con sus luces de neón. Anclado en el área más cara y mojigata de la isla funciona esta institución que bajo una impronta didáctica ha logrado burlar el puritanismo que siempre caracterizó a la sociedad estadounidense, es decir que su sola existencia ya es un mérito.
Desde que inauguró en 2002 en un remodelado edificio de 5ta Av. y Calle 27, donde antiguamente funcionó una casa de citas (era una zona de burdeles y cabarets), los organizadores se proponen exhibir sin cesura la evolución de la sexualidad humana y la notable gravitación que tiene el sexo en la sociología contemporánea, además de asumir una tarea pedagógica que se agradece en tiempos de sida y disfunciones varias. Claro, no son ningunos improvisados en la materia. La colección y la puesta en escena de cada muestra son digitadas por un comité de curadores, especialistas en conservación, académicos, historiadores y destacados referentes del tema, como June Reinnisch, del prestigioso Instituto Kinsey, todos comprometidos en mantener un discurso abierto y abarcar todos los temas y medios de comunicación posibles. El patrimonio permanente cuenta con 15 mil piezas entre ropa, películas, fotografías, libros, documentos, videos y objetos desopilantes diseñados a lo largo de los siglos para aumentar el goce sexual. Hay un sector dedicado al cine porno, un piso entero despliega la historia del profiláctico, ilustrada con audiovisuales y ejemplares que son verdaderos hallazgos arqueológicos, y una gran sala alberga extraños aparatos para el autoplacer, algunos semejantes al viejo secador de pelo que usaba mi mamá.
El Museo completa su propuesta lúdica con un bar afrodisíaco en el subsuelo y una tienda de recuerdos que confirma mi teoría del burgués viajado: pasé más tiempo ahí que en el resto de los pisos. No sólo sorprende la voluptuosa imaginación del merchandising contemporáneo y la literatura “práctica” de bolsillo, sino que la sofisticada variedad de juguetes exhibidos en las góndolas permite inferir cuánto evolucionó la industria del entretenimiento para adultos (¡y cuánto me estaba perdiendo!)