Fernando Trocca: Fuego y Vanguardia
A los 50 años, el gran chef encara nuevos proyectos, viajes y una vuelta a la TV. Retrato actual de un cocinero que es, también, quintaesencia de lo cool.
La mañana en La Lucila es radiante. Fernando Trocca señala la parrilla de su enorme casa y dice: “Si te fijás bien, verás que ayer hice un asado”. Tiene un día ocupadísimo por delante pero se toma su tiempo para las respuestas. Luce tatuaje nuevo en el antebrazo izquierdo, un pez que la tattoo artist top Malvina Maria Wisniewska le hizo en Londres y que acompaña al dibujo añejo que lleva en el derecho, obra de otro encumbrado tatuador, Nazareno Tubaro.
Son tiempos de cambios para el chef. A los 50 y después de un 2015 agitado, Trocca termina un año en el que bajó un cambio: viajó únicamente lo necesario (“Y a los lugares a los que yo quise ir, como Canadá”, aclara); presentó un libro (Cocinero, Ed. Planeta), que es como una síntesis de 30 años de carrera; organizó la cocina (y algo más) del restaurante de Piedra Infinita y la bodega que Famila Zuccardi inauguró en el Valle de Uco, y se encargó de la gastronomía de los Aperol Sunsets, eventos estacionales que el aperitivo italiano organiza en diferentes ciudades del país. Habrá más: un programa de TV (House of Chef) en el amante canal de noticias de La Nación, y, tal vez, un regreso laboral a Nueva York, la ciudad donde explotó su talento en el restaurante Vandam, germen de lo que luego sería Sucre, hoy más firme que nunca, a 16 años de su apertura.
–¿Volverías a vivir en Nueva York?
–Ni loco. Te diría que a los 30 ya era difícil, mi hijo Pedro tenía un año. Para vivir en Nueva York y para pasarla bien hay que tener mucha plata y ser joven. Si me hubiese ido a los 23, me hubiera quedado 10 años; pero fui a los 30, a hacer experiencia, nunca con la idea de quedarme a vivir. Ahora Frederick, el que era dueño de Vandam, me dijo que le ofrecieron un espacio en Manhattan. Veremos.
–¿Cambió mucho la ciudad en materia gastronómica en estos últimos veinte años?
–Sí. Y sigue cambiando. Yo siempre trato de alejarme de las tendencias, en la medida que puedo, claro. Lo que me interesa de lo que está pasando se relaciona con la comida que me gusta comer, que me gusta hacer y que tiene más que ver con las cosas simples, no demasiado rebuscadas; con la calidad del producto, con los pequeños platos para compartir. En Mostrador Santa Teresita, el restaurante que tenemos en José Ignacio, hacemos algo cercano a eso. Es difícil explicarlo: la gente piensa que es un buffet y no lo es. No hay menú ni comida caliente, todo está puesto sobre una gran mesa que tiene mitad de platos dulces y mitad de platos salados. No es una idea que inventé yo, sino un concepto adaptado de Ottolenghi, un restaurante de Londres que me gusta mucho. Ahora estamos buscando un lugar para abrir una sucursal en Buenos Aires, pero bajo otro concepto.
–Hablando de Londres, ¿seguís trabajando con la gente de la cadena Gaucho?
–Ya llevo ocho años con ellos. Siento que les aporté mucho. También aprendí lo que es trabajar en una compañía con muchos restaurantes. Cuando comí por primera vez allí no me pareció un restaurante que representara a la Argentina. Yo le di un perfil más latinoamericano: sumé ceviches, tiraditos, algunos platos mexicanos, algunos brasileños. Y eso cada vez tuvo más éxito en un momento en el que en Londres casi no había restaurantes latinos. Ahora hay muchísimos. Pero Gaucho es argentino y está muy identificado con la Argentina.