Del caos a la alta costura

En el Museo Metropolitano de Nueva York, la muestra “Punk: Chaos to Couture” repasa la influencia del género en la alta costura. Y llega mucho más lejos: resume las contradicciones del viejo lema “hacelo vos mismo” en una sociedad dominada por las fuerzas del mercado.

Un vestido de noche, todo faldones, escotes y volados, confeccionado con bolsas de basura. Un crimen para la policía de la moda: ¡nailon en el imperio de la alta costura! La recoleta pasarela del primer piso del Museo Metropolitano de Nueva York se levanta imponente sobre la Quinta Avenida, obscena de pompa y circunstancia, y a metros del mítico templo egipcio de Dendur. Una réplica a escala del baño del bar CBGB consagra un nuevo orden de cosas en la cultura. La muestra “Punk: Chaos to Couture” (“del caos a la costura”) examina el impacto del punk en la moda desde sus ríspidos inicios a principios de los 70 hasta hoy, cuando parece engullido por el mercado y cualquier telecomedia juvenil de Disney incluye a un niño díscolo con cresta y alfileres de gancho entre sus personajes, como ingenuo arquetipo del “rebelde”.

 

“Cuando te topás con una pared, sólo tenés que derribarla a patadas”: con pocas palabras, en su libro Éramos unos niños, la poeta Patti Smith resume el espíritu que bañaba dos orillas del océano Atlántico en la década del 70. De Londres a Nueva York y viceversa, el punk renegaba de la reina de Inglaterra o de los rascacielos de Manhattan, esos “monumentos al espíritu arrogante pero filantrópico de los Estados Unidos”. Y consagraba el lema “Do it yourself” (“hacelo vos mismo”) como filosofía de vida y réplica política contra el sistema que ofrecía todo predigerido, en el formato de combos donde la única opción personal era la posibilidad de agrandar el pedido. Casi cuarenta años más tarde, la muestra del Met traza una elipsis entre aquella inspiración personalista y la eterna promesa comercial de la alta costura: “Hecho a medida”.

 

Al inicio de la muestra, el (falso) baño unisex del CBGB provoca risas involuntarias en su escenografía paródica: (falsos) cigarrillos se desparraman sobre el piso y flotan en las aguas turbias de los (falsos) inodoros, inundados de orinas. Falsas, claro. Una legión de cuidadores con traje oscuro y auriculares prohíbe sacar fotos o hablar fuerte. En las paredes, enormes pantallas de led reproducen la imagen en loop de Johnny Rotten, que parece repetir la ironía de su célebre brulote: “Si me das la oportunidad, destruiré América por vos”.

 

Las siete galerías del museo dedicadas al punk exhiben unos cien trajes masculinos y femeninos de creadores como Alexander McQueen, Vivienne Westwood, Viktor & Rolf, Dolce & Gabbana, John Galliano o Malcolm McLaren, entre muchos otros. “Con su ecléctica mezcla de referencias estilísticas, el punk introdujo el concepto moderno de bricolage entre lo  elevados salones de la alta costura”, escribió Andrew Bolton, el curador de la muestra: “Como estilo, el punk habla del caos, la anarquía y la rebelión. Entre la provocación sexual y la imaginería política, el punk convirtió a la moda en algo hostil y amenazante”.

 

En los mudos pasillos del Met, los tajos conviven con las bolsas de basura: si en el origen el punk defendió la democracia del ser frente a la autocracia del mercado, los trajes con firma de diseñador, expuestos en coquetos maniquíes con pelucas de canecalón, plantean la paradoja entre la rebeldía original y la alta postura. Un dilema para los artistas de todas las épocas: “Decíamos que yo había sido una niña mala que intentaba ser buena y él un niño bueno que intentaba ser malo”, se compara Patti Smith con su amigo íntimo, el fotógrafo Robert Mapplethorpe: “A lo largo de los años, aquellos papeles se fueron invirtiendo hasta que terminamos aceptando nuestra doble naturaleza. Albergábamos principios opuestos, luz y oscuridad”.

 

 Arte en aerosol

 

Las fotos de la gala de apertura de la muestra “Punk: Chaos to Couture” recorrieron el mundo: de peluca lacia negra en la alfombra roja, Madonna se vistió de dominatriz nazi con medias caladas; con una cresta de plumas, Sarah Jessica Parker se exhibió más cercana a Pocahontas que a los Sex Pistols (y aun así se ganó la tapa del número especial de la revista Vogue dedicado a la exposición). “No soy un terrorista, por favor no me arreste”, suplica una remera diseñada por Vivienne Westwood, estampada con un corazón rojísimo del lado izquierdo del pecho. En una época de discursos cínicos, el punk parece destinado a la parodia, como si los saloncitos de fiestas infantiles ofrecieran entre los disfraces posibles para el cumpleañero el de cowboy, el de astronauta, el de punk. “Una muestra para escolares”, la definió el crítico Sasha Frere-Jones en la revista The New Yorker: con un didactismo simple, al restringir la influencia del punk a la moda, apenas traza los palotes de un movimiento que intentó alterar el orden establecido.

 

Una historia de dos ciudades: entre Londres y Nueva York, algo se agitó en la década del 70 al ritmo de enérgicas canciones de dos minutos. Con su inspiración anarquista, el punk encerraba una visión crítica del mundo, desesperada y destructiva, expresada en las mil y una paredes que repetían “no future!”. En el sexto pasillo de la muestra, el tema es “Graffiti & Agitprop”, donde se comprueba que alguna vez el aerosol alcanzó la categoría de arte (Joe Strummer, el cantante de The Clash, repetía que no veía conexión entre los cuadros de Jackson Pollock y sus remeras estampadas con latigazos de pintura). Ahí donde el punk se vuelve casi surrealista, por onírico y desesperanzado, una remera de Moschino nos recuerda que una escueta prenda de algodón puede costar cientos de dólares en una tienda elegante, apenas treinta cuadras hacia el sur de la isla de Manhattan. El glamour casual de Debbie Harry, los kilos de laca para pelo de Siouxsie Sioux o los jirones de tela de John Lydon constituyen una postal de época. Si es cierto que “el punk es la lucha constante contra el miedo a las repercusiones sociales”, al decir de Greg Graffin, cantante de Bad Religion, en la muestra del Met la contradicción queda en burda evidencia: cualquiera reconoce a simple vista los logos de las grandes marcas que buscaron explotar un filón para llenar percheros, revistas y pasarelas.

 

“El punk nunca quiso ser amable: sea en la música o en la actitud, buscó provocar y ofender, romper e incitar”, escribió la crítica Roberta Smith en el diario The New York Times. “Los buenos modales, el buen gusto y las posibilidades comerciales son el beso de la muerte.” Si alguna vez fue trash y sexy, sólo el uno por ciento de aquello llegó hasta las salas del museo.

 

Siempre glacial y distante en su concepto de la alta cultura (¡alta costura!), el Met abre sus salones para llevar algo de mugre de cotillón a la sociedad neoyorquina. Si el mayor pecado de la exhibición es que no muestra nada auténtico de lo que alguna vez fue un movimiento que quiso cambiar el mundo, la pulsión consumista empujará al curioso a hurgar entre los vestidos en la búsqueda de la etiqueta con el precio. Según la revista The New Yorker el 9 de mayo pasado, cuando se inauguró la muestra con el lento desfile de Madonna y Sarah Jessica por la alfombra roja del Upper East Side, una marca en el calendario de la cultura pop habrá inmortalizado “el día que el punk murió otra vez”. El viejo adagio anarquista se confirma por fin en los gélidos salones del museo: para el punk, no hay futuro.

 

 "El punk nunca quiso ser amable, siempre busco ofender".

 

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